Se vive, en toda cultura, bajo el signo de los mitos y arquetipos que definen al hombre y su ambiente. Entre estos, en nuestra cultura, el más básico de todos plantea la definición axiomática del hombre: Es un animal racional. Se adjudica, el hombre, la capacidad de razonar y con ello la de descubrir el sentido profundo de nosotros mismos y nuestro entorno. A la vez, se define al hombre hecho a imagen y semejanza de Dios, al que se asigna inconmensurable bondad y perfección. Así, por ende, el hombre, si bien no es perfecto, propende a la perfección y a la bondad. La sola propensión crea la pulsión inversa a vencer, con lo cual en la bipolaridad natural el extremo positivo es el bien y la perfección y el indeseable el mal y el error. Sin embargo, de la propia búsqueda de la definición nace la irrevocable dualidad: El hombre es malo e imperfecto, en busca de la superación de ese estado.
Sobre estas definiciones se ha construido toda la sociedad en la cultura occidental, al menos, sin percibir que la naturaleza real del hombre, quizás, sea mas bien la de un animal próspero. ¿Por qué digo esto?: Nadie podrá dudar que la más fuerte pulsión del hombre es la superación de objetivos, el conseguir más, acumular lo que se tiene y superarlo. La compulsión a la prosperidad explica la creación de procedimientos y la búsqueda de mejores logros que constituyen el raciocinio y a su vez la necesidad de gregariedad para facilitar el logro de objetivos explica la necesidad de una ética y una moral que regule la relación social en busca de metas comunitarias convenientes especialmente a los más prósperos que son quienes se constituyen en dirigentes o poseedores del poder. A los objetivos comunes o sociales, determinados por el grupo o sus dirigentes, se le llama el bien, aun cuando ese bien pueda no ser bueno a grandes grupos desplazados dentro de la sociedad, que no tienen la facultad de hacer valer sus intereses.
El animal próspero distribuye, entonces, en beneficio del más próspero, de manera que potencia la característica esencial de la especie. Parecería que este modelo tendería a la eliminación del débil o el menos próspero, sin embargo la propia pulsión intrínseca que suma logros al más próspero, al sustraer al desposeído genera la dualidad del deber y el derecho. El desposeído exige el derecho a la prosperidad y el difícil deber gregario que impulsa el progreso produce una respuesta del dirigente, que en acuerdo a sus conveniencias cede parte de sus derechos. Para que esta cesión se produzca la tensión social debe ser tal que la energía potencial del grupo desposeído sea mayor que el peso del poder del derecho adquirido por el grupo dominante.
Este análisis una vez comprendido se ve bastante nítido, pero antes resulta mejor explicado en cualquier ejemplo de distribución social de derechos. Pensemos por ejemplo en el derecho al conocimiento: El conocimiento y por tanto la educación son potenciadores del poder, por lo que en origen éste se genera en los círculos de poder, que son quienes primeros poseen el conocimiento en forma natural. El desposeído no percibe que la distribución no equitativa del conocimiento y la educación sea el despojo de un derecho hasta que al poseedor del conocimiento comienza a transferir cuotas de él por conveniencia propia. Por ejemplo, si le es necesario enseñar la aplicación de labores o el uso de tecnologías. Cuando el desposeído nota la carencia y percibe el derecho al acceso del bien acumulado en los estratos del poder, como es la educación y el conocimiento, en este caso; comienza a presionar por el derecho perdido. La cesión de derechos importa cesión de cuotas de prosperidad, por lo que el animal próspero no es proclive a compartirla. En este punto, entonces se produce acumulación de energía social que estalla, finalmente en el enfrentamiento y la violencia por el libre acceso a la educación y a las fuentes de conocimiento.
Sin el estallido de violencia es, normalmente, imposible que se produzcan equilibrios distributivos de derechos. Si se revisa la historia de la humanidad se podrá ver que las grandes cesiones de derechos se producen a través de instancias violentas, o en el caso de desposeídos excesivamente débiles la conciencia del dominante cede sólo derechos nominales hasta que el grupo desposeído se hace fuerte. Es el caso de los derechos del niño, cuyo proceso a futuro tal vez llegue a ser como el proceso actual de la mujer. En el intertanto, esos derechos son apenas una declaración de intenciones. Otro tanto sucede con etnias minoritarias, o con pueblos poseedores de recursos básicos y más.
Siendo de este modo, la regla ética y el principio moral reprimen la reivindicación cuya única vía es la violencia. Ésta es la razón de su proscripción. A partir de este punto este análisis será al menos impopular ya que se encamina al reconocimiento de la violencia como un derecho ético. Habrá muchos que quieran, con benevolencia, reconocer cierto derecho pobre al ejercicio de la violencia en casos extremos, a los que se cataloga desde el lado del próspero exitoso como "un último recurso". Este pensamiento ni siquiera es parte de una regla moral, sino apenas un resultado analítico a posteriori para justificar históricamente la aceptación social de estallidos violentos que han terminado en importantes cesiones de derechos.
La pregunta clave en esta instancia es: ¿Puede, la sociedad del hombre próspero producir cambios profundos, de cesiones fundamentales de derechos o privilegios sin el concurso de la violencia?. Con seguridad habrá que responder que sí, pero sólo muy lentamente a base de fracciones de cambio infinitesimales, con lo cual la llegada de los cambios requeridos serán siempre tardíos e insuficientes. Por esta vía el derecho es cedido cuando ya representa un bien marginal. Si revisamos las instancias de guía y gobierno social, sin importar su signo o denominación, siempre tienden y convergen a una posición conservadora. Los grandes grupos de presión, que producen los lentos cambios sociales, convergen al liberalismo a través de distintas denominaciones (socialismo, progresismo, y más). En estos dos grandes polos se concentra la fuerza social con cuotas de poder y privilegios, pero quienes, eventualmente logran cambios sociales profundos son más extremos y su ejercicio es violentista, sin importar si su postura lleva a un cambio, a través de revoluciones o revueltas sociales, o a una exacerbación del ejercicio del poder en el caso de dictaduras y totalitarismos.
De esta manera se llega a concluir que la violencia es un requisito para la cesión, distribución, y mantención de derechos y privilegios, tanto en el logro como en la persistencia de equilibrios. La mantención de la tranquilidad social de los grupos prósperos es también un ejercicio de violencia, sólo que ésta se ejerce en forma sorda y repartida y se le llama paz. Sólo se llama violentismo al ejercicio concentrado de acciones cuando no cuentan con el aval de las instituciones de poder y gobierno institucional. Sólo no es necesaria la violencia en la negociación de derechos cuando el temor a ella es suficientemente intenso como para sojuzgar a quien se abstiene. Ése es el punto de equilibrio de la paz y es por eso que ésta es siempre tan precaria.
El temor a la violencia produce en nuestra cultura, respecto de ella, una actuación cínica y persistentemente equívoca o ambigua. Ejemplos de ello son la pena de muerte, la represión violenta, los ataques o invasiones preventivos y tantos más, mucho más refinados y disimulados. Un ejemplo curioso es el de las autoridades que se niegan a escuchar al que protesta: "Este gobierno no negocia con los gremios en paro" o bien: "Esta no es la forma de hacer respetar sus derechos. No escucharemos jamás a los violentistas", pero a la vez tampoco se escucha al que no eleva una voz audible a nivel de violencia.
No sé si otras culturas aceptan la violencia como un derecho, o al menos como un recurso aceptable. Sí es claro que la utilizan, pero en el ámbito de la reivindicación de derechos, unos, y en el de la defensa de los adquiridos, otros. Sin embargo, como sea, cuando se les acusa del uso de ella como un valor cultural, rasgan (se rasga, y rasgamos) vestiduras para condenar al acusador.
La violencia es un recurso presente en toda instancia de negociación humana. Siempre habrá quien cede y quien consigue, de modo que siempre habrá un agresor y un renunciante. El mayor o menor grado de violencia dependerá del poder de las partes en la negociación. A mayor desequilibrio menor violencia aparente, sin embargo la imposición por fuerza es una forma de violencia. En ésto no hay persona, gobierno o institución que pueda lanzar la primera piedra del inocente. Todos ejercen violencia y todos la consideran válida en ciertas instancias. Pero no existe sinceridad al respecto. Talvez, así como la sociedad exige debatir sobre el derecho a la vida de terceros en instancias límites, cuando ésta se extingue, a través de la eutanasia o cuando se inicia, a través del aborto, y se reclama el derecho a violentarla, esgrimiendo los argumentos del animal próspero, también debería debatir el derecho a la violencia y sincerar una práctica que no escandaliza cuando la ejercemos, pero sí cuando la ejercen otros terceros, y cuyos beneficios en términos de una distribución justa de bienes, derechos y privilegios está largamente comprobada por la historia. A lo mejor sería una mejor utopía en la que basar la convivencia social.
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