Cien años atrásKepa Uriberri |
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El calendario, aunque uno no lo crea, no deja de sorprender. Hoy veinticinco de noviembre del dos mil quince debería suscribir un lema antiguo y recurrido: «No hay mal que dure cien años». Reviso como siempre los diarios de la mañana y no encuentro, cumplidos cien años, ninguna mención al natalicio de quien quiso, por fuerza y anhelo, ser un segundo padre de la patria. Habría sido, de lograrlo, un padre ominoso y maltratador. La paternidad que quiso reclamar no nace de su deseo, sólo le cae en las manos como una obligación. El general Carlos Prats renuncia a su cargo como ministro de defensa y a la comandancia en jefe del ejército. Recomienda, "porque es un hombre leal", a Augusto Pinochet para que se haga cargo del ejército. A principios de septiembre los comandantes en jefe de las fuerzas armadas han renunciado a sus cargos y sus subrogantes se conciertan, todos menos Pinochet, para dar el golpe de estado que la ciudadanía y la oposición pedían. El domingo nueve de septiembre de mil novecientos setenta y tres el comandante en jefe de la armada advierte a sus pares de las demás ramas militares que el golpe de estado se daría el martes once. Pinochet duda, no suscribe la decisión. Los otros comandantes le advierten: El pronunciamiento se hará con el ejército o sin él. El almirante Merino lo urge a que se una al golpe o renuncie y deje a su sucesor. Finalmente, el domingo a última hora, el futuro dictador se pliega a los golpistas. Después del golpe Pinochet toma el mando. Se supone que éste se alternará, pero nunca llega a suceder. En mil novecientos setenta y ocho destituye y reemplaza a su par de la fuerza aérea. Fue su sucesor el que le impidió, en mil novecientos ochenta y ocho, desconocer el resultado del plebiscito que lo obligaba a retirarse del poder. Alguien lo había asesorado mal. Él creía que ese referéndum se ganaría. Un año más tarde, otro plebiscito amarraba firme el poder militar para tutelar la democracia que el tirano entregaría en mil novecientos noventa. El ex dictador también fue mal asesorado diez años más tarde, cuando le aseguraron que podría viajar sin peligro a Londres. Ahí estuvo detenido desde octubre de mil novecientos noventa y ocho a marzo del año dos mil. Se le dejó libre por estar senil e imposibilitado de enfrentar un juicio. No lo estaba. Llegó a Chile ante la expectación de la prensa. Fue bajado en una silla de ruedas del avión que lo había traído. Alguien empujó la silla un par de metros y se detuvo. Pinochet, supuestamente enfermo e imposibilitado, se incorporó y alzando su bastón, saludó a sus partidarios que lo esperaban. Después se fue caminando. Su muerte, a los noventa y un años, fue recibida con júbilo por gran parte de la ciudadanía, que se juntó en la Plaza Baquedano a festejar. Ahí mismo se festeja cuando la selección de fútbol se clasifica para un mundial, o cuando le gana a Brasil o Argentina, cuando algún club gana una copa internacional, del mismo modo que se festejó en marzo de mil novecientos noventa y ocho cuando el Chino Ríos llegó a ser número uno del tenis mundial o casi cualquier evento importante para el pueblo o la nación. «El trece de diciembre, Santa Lucía, es el día más importante de mi vida» dice la canción de Al Bano Carrisi. Ese día de dos mil seis fue el funeral del dictador. Francisco Cuadrado esperó en una larga fila durante horas, para llegar junto al féretro. Sorpresivamente lanzó un grueso gargajo sobre el vidrio que protegía el rostro del general. Nadie, hasta entonces, lo había identificado como nieto del general Carlos Prats, comandante en jefe del ejército que entregó el mando a Pinochet, asesinado en Argentina por orden de este último. La canción de Albano concluye: «Ese día de diciembre yo he comprendido que un hombre sin amor está perdido». El veinticinco de noviembre de mil novecientos quince, hace cien años nació Augusto Pinochet Ugarte, ominoso dictador de Chile que quiso ser su segundo padre de la patria, ese era su sueño de megalómano. Hoy nadie ha tenido un recuerdo público de ese hombre sin amor. También en esa fecha remota, Albert Einstein enunció su Teoría General de la Relatividad. No hay absolutos en este mundo. Kepa Uriberri |