Mariposa nocturna

La noche estaba muy caliente, me pesaban las ropas de cama y no podía dormir; o eso creía. Fue una de esas noches de fines de la primavera, cuando ya en los últimos recodos, asoma el calor del verano y eclosionan las mariposas de noche por cientos, tanto que los pájaros y los gatos callejeros no son capaces de dar cuenta de todas ellas. Sentía que algo o alguien me acechaba desde la densa oscuridad y sin embargo, sin darme cuenta me quedé dormido, aunque siempre creía estar despierto.

De repente, sin motivo plausible, abrí los ojos. Sobre mi pecho se había posado una mariposa nocturna, que me miraba con sus millares de ojos negros. Le dije que no, que a mi lado dormía Nicole, "lo nuestro no es posible" expliqué, pero no me hizo caso. Sólo batió levemente sus alas sutiles y me echó un polvito. "Vamos a volar" dijo, con voz sensual. "Hasta la luna te llevare" y tomó mi mano con sus patitas delicadas y se elevó conmigo. Nos fuimos por el viento y la luz pálida del plenilunio. Al llegar me dijo "Verás que tú también serás feliz". Sus ojos facetados me miraban fijos, con dulzura, pero me causaban espanto tal vez por su hechizo irresistible; entonces me dijo: "En pocas palabras: ¡Me amarás!". Tal vez percibió mis temores porque se posó a mi lado y me susurró tantas canciones que hablaban de caricias todas nuevas y del amor que tenía, para darme. Yo sólo permanecía dudoso, en silencio. Ella dijo: "Al menos déjame amarte entre las estrellas y llenarte el corazón de melodías" y me arrebató hacia ellas, por el oscuro camino de la noche y la tibia primavera. Cuando estuvimos, al fin, entre el infinito y la inmensidad, sólo acompañados de todas las estrellas, me abrazó y besándome con su trompilla espiral, me dijo: "En pocas palabras: ¡Te amaré!".

Quise decirle como el poeta:
«Mariposa de sueños, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía»
pero no pude hacerlo.

Esa mañana desperté lleno de ansias. No sabía si había sido un sueño o si había sido secuestrado, pero eso no era posible. Entonces me levanté en la cama y la vi. Estaba ahí, aplastada por el peso de mi cuerpo. Aún se movía, sin embargo. Sentí una tristeza inconmensurable que no sabía explicar. La quedé mirando y me recosté a su lado, ella me devolvió la mirada con sus millares de ojos negros, sin decir nada. Sólo batió sus pequeñas alas y me echó un último polvito, luego se quedó muy quieta: ¡Había muerto!.

Kepa Uriberri

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