El Difamador


Puso dos cojines en el asiento de la silla de caoba, para quedar a la altura de su dignidad en el escritorio de rector. Con un pequeño impulso sobre los brazos del sitial, se sentó y se acomodó en su lugar de trabajo. Tomó una hoja blanca de papel del contenedor de tafilete rojizo que se encuentra a su izquierda, en perfecta alineación con todos los elementos posados en la cubierta de vidrio que protege la madera fina. Buscó en el bolsillo interior del pecho de su chaqueta fuera de moda, su lapicera fuente de pluma de oro, desatornilló la tapa, observó por un momento su punta brillante de modo que parecía reflexionar.

Después, con el rostro absolutamente inexpresivo, bajó la pluma hasta rozar el papel y escribió, con letra estereotipada, algo lenta, blandamente angulosa, pero certera: "El ministro M (Me reservo el nombre, tanto del señor ministro, así como lo hago con el del personaje. Quien lea esto podrá concluir el por qué) ha sido interpelado por la cámara de diputados debido a sus dichos sobre un proceso ajeno al ámbito de su cartera y del propio poder ejecutivo". Dejó su pluma fuente, de manera delicada, sobre el escritorio, perfectamente paralela al papel, y se aplanó la corbata: una tira delgada con lineas verticales muy estrecha de tres colores alternos; de forma y diseño en desuso ya hace varios años; antes de leer y ponderar lo que acababa de escribir. No hizo ningún gesto de satisfacción, jamás se lo hubiera permitido, no obstante que de seguro lo satisfizo. Tomó, de nuevo, la pluma y dejando el espacio exacto de una y media línea escribió: "¿Tenía M derecho a emitir los juicios por los que fue amonestado por los parlamentarios?".

La sombra de la sombra de una sonrisa de satisfacción, pareció pasar apenas fugaz por su rostro, antes de saltar con precisión, en la hoja de papel, una línea y media más. Ahí escribió taxativo: "No." y volvió a saltar otra línea y media. La expresión del rostro que había negado tan rudamente, en el ámbito de su pensamiento íntimo, su derecho a M, era de fina crueldad, tal como aquella que exigía al verdugo cubrir su propio rostro con una máscara negra, cuya función, por supuesto, no era evitar que la sangre derramada por un certero tajo en la nuca del ajusticiado salpicara su rostro. Desarrolló desde este punto una teoría general del por qué el ministro carecía de todo derecho a su libre opinión y debía ser amonestado. Citó para ello a varios importantes pensadores del pasado remoto y reciente. Creo que no fueron menos de diez y ocho las citas en una extensión de no más de cinco mil caracteres. Más de un diez por ciento de ellos se consumieron en citas del tipo: «Las revoluciones, que se cumplen por emoción popular, son ordinariamente más deseadas que premeditadas» o bien: «Tras la idea general de la virtud, no sé de ninguna más bella que la de los derechos»; a qué decir que varias tenían la funcionalidad extraordinaria de reprochar, al sesgo, a alguna institución aborrecida, como la Iglesia, cierta prensa, algún partido político, o cualquier centro de pensamiento de tendencias mal queridas y más, así como a sus dignatarios, personeros o simpatizantes. Por momentos me parecía una metáfora del sibarita que degusta con dilección un manjar, que siendo conocido, ha sido preparado de un modo exquisito y diferente, de manera que al placer del gusto se añade el del relato del placer.

En algún momento quizás requirió precisar alguna cita necesaria para dar brillo al argumento, ya que estas eran, mucho más que su propio pensamiento, casi escaso, la esencia de su razón. Dejó, pues, su pluma estilográfica junto a las hojas de papel que ordenó delicadamente y empujándose con las manos en los brazos de la silla, se deslizó suavemente hasta que la punta de sus zapatos de plástico, cuya terminación imitaba perfectamente el charol negro, toparon el suelo, entonces se dirigió a la estantería de la que extrajo un tomo que "principió" a hojear desde casi la mitad, pasando sus páginas lentamente como si esa velocidad le fuera suficiente para conocer lo que ahí había. Mientras lo hacía, con la misma parsimonia, paseaba por su oficina rectoral, hasta que se detuvo junto a una ventana, en la cual observó se propia figura reflejada. Con el libro abierto, sujeto en una sola mano, giró levemente hasta una posición que el artista verdadero llamaría tres cuartos de perfil y movió de manera pausada la cabeza, de modo de observarse quizás con amor. Se detuvo en el cuello de su camisa de popelina de rayón y con la mano libre palpó su punta que hacía un ángulo obtuso, como si la camisa hubiera sido hecha por una costurera aficionada. Con todo, su rostro permanecía inexpresivo, como si lo que viera le resultara por completo aceptable, aún cuando todo su aspecto parecía de humildad cercana a la pobreza intencionada. Si el reflejo en el cristal de la ventana hubiera sido una persona real y diferente de él mismo, que lo observara a su vez, quizás si juzgara toda esa pobreza fingida y esa humildad supuesta, como una farsa intencionada y artificiosa, destinada a producir una impresión equívoca que lo aparejara con la figura de los filósofos eruditos de la Grecia arcaica, donde el saber y la pobreza iban siempre de la mano. Quizás quería representar la antítesis del rico idiota. Quizás aprobó su aspecto en ese reflejo con cierto orgullo culpable, pues volvió la mirada a las páginas del libro y el índice de la diestra recorrió con fingida lentitud las líneas.

Volvió con pausa demorada junto a la estantería que debía alojar el tomo que consultaba y no bien hubo llegado ahí, como si su duda ya estuviera despejada cerró el libro y lo devolvió a su lugar. A pesar de ello, no se sentó de inmediato en su silla rectoral. Estuvo paseando un buen rato con los dedos de la mano derecha apoyados transversalmente sobre la frente y ésta reclinada en actitud de reflexión profunda. Sólo al pasar junto a la ventana se miraba de soslayo, ponderando su porte escaso o tal vez ensayando una actitud que le fuere necesaria más tarde, ante la gente. De pronto, acertó a pasar por detrás de su propia silla y se detuvo. Apoyó ambas manos en el respaldo y se inclinó para leer las escasas líneas escritas en la tercera hoja. Con seguridad debió pensar que de ahí en más tendría que buscar una manera de establecer una conclusión literaria a su texto, y guiarlo suavemente hasta allá; de manera de converger con la que ya había quedado establecida en la sexta línea de su texto, en una sola y breve palabra: "¡No!". Quienes tengan el hábito de leer las disquisiciones del rector podrán adelantar casi con precisión el estilo y forma de este final, que será una frase demoledora, aunque no siempre, o mejor dicho, casi nunca justa. Con la acostumbrada dificultad menor, se volvió a encaramar a su sitial, tomó su estilográfica y terminó de escribir, casi como si fuera de memoria y aquel último paseo lo hubiera determinado con precisión en su mente; el último cuarto de página con el final ya sabido, de manera que todo su texto de hoy fuera en esencia profunda idéntico a cada uno de todos los anteriores, aún cuando la filigrana que lo componía fuera del todo diferente y el tema tratado muy diverso, pero manejado del mismo modo con el mismo método, modelo y protocolos, tal que si se leyeran a la vez todos juntos, quizás si se recordara a Borges y su relato "Pierre Menard, autor del Quijote".

Curioso resultaría al hacer un ejercicio tal, descubrir que no hay en ninguno de ellos pensamiento alguno, sino sólo citas y sentencias que afirman sin base cierta los supuestos argumentos necesarios para conseguir, aparentemente, la conclusión, como por ejemplo en construcciones de este estilo: «aunque probablemente dedujo de inmediato la falsedad de su afirmación, pudo tranquilizar su conciencia en la penumbra de la incertidumbre». No es necesario decir que un acto sólo probable, por no cierto, no requiere aplacar conciencias, sin embargo establece, como al desgaire, que hubo tal afirmación, que se sabía falsa, y se alojaba en una conciencia lábil, todo lo cual, desde luego, importa una grave condena. A ratos la evidente liviandad de estas sentencias requieren de alguna cita del siguiente tenor, previa a la sentencia: «como lo estableció ya en los albores del siglo diez y nueve, el pensador bávaro Sigismund Brahumme...», endilgando el costo de la ambigüedad del argumento a un oscuro, tal vez inexistente, pensador.

Una vez logrado el objetivo, tomó las tres hojas de papel hilado de ochenta gramos, avaladas por un bello membrete, las alineó golpeando con certeza su canto inferior sobre la cubierta de su escritorio de rector, cogió la corchetera, que él llamaba engrapadora, con siútica precisión académica y grapó (o corcheteó) su trabajo, lo dobló con cuidadosa precisión y lo puso en un sobre dirigido al periódico. Luego se reclinó en el respaldo de su sitial, juntó simétricos los dedos de ambas manos y se quedó mirando mucho más allá de cualquier límite físico que pudiera amenazar su pensamiento libre.



Kepa Uriberri


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