El triunfo y la derrota


Ese día, ya muy lejano, cumplí trece años. No recuerdo con precisión quién me regaló, ese día, esa novela breve y monumental: El viejo y el mar. Desde entonces la he releído muchas veces y en cada ocasión ha tenido una distinta historia detrás de la historia de Santiago, el viejo, que lucha contra las limitaciones que el tiempo le impone y que al fin triunfa, sólo para ser vencido por la soledad.

Ese mismo día de julio, que divide cada año en dos mitades exactas, pero setenta y ocho años antes, al filo de la media noche (por eso se consigna y se recuerda el día siguiente), nacía Franz Kafka, y también ochenta y cuatro años antes había nacido Hermann Hesse.

Ernest cargó, a lo largo de media vida, con el drama del suicidio de su padre. Siempre le había inculcado un sentido del heroísmo y el deber del triunfo, que no sólo marcó su vida sino también a sus personajes de ficción; sin embargo una enfermedad degenerativa terminó venciendo al padre, que se suicidó cuando Ernest tenía veintinueve años. El viejo de la novela enfrenta una lucha épica contra el enorme pez: Su hermano, su amigo, su propio yo y el compendio último de su vida de pescador, sobre quién triunfa sólo para resultar al fin derrotado por las consecuencias inevitables de la propia condición inherente a su historia. El padre de Ernest fue aniquilado, también, por una condición vital inevitable, como si prefigurara su propia destrucción.

Su lucha, llena de triunfos y éxitos, se transforma en la metáfora de su futuro inmediato en El viejo y el mar. Sufre dos accidentes de aviación que lo deterioran físicamente. El exceso de alcohol le destroza de manera lenta el hígado, siente que su escritura declina y sólo logra compilar antiguos escritos que recupera del hotel Ritz de París. Vive el derrocamiento de Batista en Cuba pero este hecho que celebró en su momento termina empujándolo fuera de la isla que habita; donde vive Santiago, el viejo pescador. Desde entonces comienza a desarrollar una paranoia que crece con rapidez. En noviembre de mil novecientos sesenta es internado en la clínica Mayo y tratado con electrochoques para curar la paranoia y el desequilibrio mental. A principios de mil novecientos sesenta y uno Ernest insistía que era seguido y vigilado por el FBI. En ese entonces y en medio de una depresión profunda, fue diagnosticado con la misma enfermedad que había llevado al suicidio a su padre.

Para mí, el día del cumpleaños era un día lleno de símbolos que se festejaba con varios protocolos familiares exclusivos. Ese día todos se vestían con sus mejores tenidas y uno disponía el menú del almuerzo familiar. Antes del almuerzo toda la familia le cantaba al festejado una canción propia de mi familia, creada por mi padre. Hasta hoy la canto en la mía propia, después de muchos años. Antes de sentarnos a la mesa mi padre nos servía, a cada uno, una copita de vino vermouth, con la que brindábamos por el festejado: "¡Que los cumplas muy feliz, que vivas muchos años y seas para siempre muy feliz!". Todos chocábamos las copas y luego abríamos nuestros regalos. Entre ellos estaba El viejo y el mar. Abrí el paquete a la una de la tarde. Hacía tres horas que en Ketchum en Illinois, Ernest, mi amigo de una vida, había sacado de su bodega de armas, una escopeta de dos cañones de calibre doce, mientras su mujer, Mary, en otro piso de la casa dormía tranquila. Hacía tres días, Ernest, había sido dado de alta después de un agresivo tratamiento de electrochoques para tratar una depresión que lo había llevado a intentar quitarse la vida en abril de ese año. Este dos de julio pasadas las siete de la mañana, mientras Mary dormía, Ernest se vistió con su manto real (así llamaba a su bata de levantar de brocado, la misma que yo llamo mi Hugh Hefner), se sentó en el estar de su casa, apoyó la frente en los dos cañones de la escopeta y apretó el gatillo. Aquí, muy al sur, eran cerca de las once de la mañana. Yo ya estaba vestido con mi mejor tenida, un traje de color azul, y en un par de horas comenzaría a conocerlo.

Cada vez, al terminar de leer El viejo y el mar, siento un pesar agobiante y le pregunto:
- ¿Ernest, eres realmente un pesimista?-. Nunca me ha dado una respuesta, siempre dice algo como:
- Soy un luchador, un guerrero, un héroe, un cazador...- a veces piensa un rato y luego me mira arrugando los ojos y agrega: - ¡Quizás un torero! ¡Un boxeador!. Y a propósito, si hay algo que odio es "The importance to be Earnest": ¡Llámame Hem!-. Así están firmadas las cartas que enviaba a sus amigos de pandilla: Scott, Ezra, Sherwood, Jimmy, otros. Sobre éste último le escribió Ezra Pound: «En todas las otras artes, cuanto más miserable y cagador el tipo, así como Joyce, más éxito logra en su arte» (Esta cita de Pound siempre me recuerda a Bolaño). Son opiniones de amigotes. Ezra aprendía a boxear con Hem y a jugar tenis con Jimmy.

Hemingway era de amigos, farras, borracheras, vivir sin límites. Algunos creen y sostienen que esa vida les pasó la cuenta. La mayor parte de su pandilla, por los años cuarenta, fueron muriendo todos y el quedó solo. A veces no lo creo.

Sherwood Anderson fue el mentor de Faulkner y también maestro de Hem. Cuando Anderson declina y ya no es capaz de sostener un nivel en su literatura, Hemingway lo critica con dureza, con ironía y califica su obra de podrida. Luego le explica, quizás arrepentido de su ruda crítica:
- No es amigo el que te miente y dice que es muy bueno lo que no lo es. El amigo, aunque sea duro y cruel te muestra tus errores, porque sabe que puedes más.

Me recuerdo el cuento Los Asesinos. Los asesinos buscan a Ole Anderson, quizás un boxeador que se dejó ganar, para matarlo. Cuando Anderson es advertido que lo buscan, responde: "Ya no hay nada que hacer". Sherwood Anderson también estaba perdido. Hemingway lo había parodiado, en tono burlesco y duro, en Los torrentes de primavera.

Quizás Hemingway fue siempre un depresivo, aunque me lo haya negado. Era torero, boxeador, héroe, triunfador y más, quizás para matar el mal sabor de la pertinaz y permanente depresión. Por eso no podía perdonar la caída de Sherwood Anderson.
- Es que no soporto a los perdedores... - me dijo.
- Así será- le repliqué, pero Ole Anderson y el viejo Santiago son perdedores. Uno lo acepta y el otro lucha contra su destino, ¿entonces qué?...
- ¡Mira Irizarri!- evade mi raciocinio: - Cúidate de ser Sherwood, como yo me cuido de ser Earnest.
Nunca, creo, se lo confesó a nadie, sin embargo Hem sentía que estaba acabado, que su creatividad ya no era la de antes y tal vez pensaba a menudo en Sherwood Anderson, con quién había sido tan duro, entonces no podía sino ser tan duro consigo mismo. Eso, es posible, que lo hubiera estado empujando a las profundidades de su depresión.

- En las mañanas, me viene pasando hace un tiempo, quizás desde que me enterré en Ketchum; me miro en el espejo del baño y ahí está Sherwood, no estoy yo. Otras veces Ezra, nunca con el pie izquierdo adelantado, me lanza los puños, algo agazapado y me dice: "¡Pega Hem! ¡Pega duro! Tú puedes, bonito...", pero yo ya no puedo. Me siento a la máquina y juego con las teclas. Después se me aparece Anderson y sonríe avieso y me saluda: "¿Como estás Shery?" me dice y yo sé bien por qué lo hace. Yo soy Anderson desde que llegué a Ketchum. Quizás por eso el FBI cree que me escondo, Irizarri, tal vez por eso me siguen. Ya no puedo salir a la calle, no puedo ir al bar de la esquina.
- ¿Por qué Anderson y no Joyce, o Fitzgerald?- le pregunté.
- Porque a Sherwood Anderson yo lo destruí cuando se le agotó el seso. Ahora me cobra la cuenta. James y Scott, en cambio, eran compañeros de farra. Con ellos hacíamos viernes festivos, nos burlábamos de Garabito en El Valentín y en el Red Phone Box. Jimy flirteaba con la mujer de Tom, el dueño. A Scott lo mandábamos temprano a entregar. "¡Ya! ¡Andate, Scott! que tienes que entregar tu script" le decíamos y seguíamos la farra con Joyce en el Venecia... Y hoy día Sherwood Anderson soy yo. No tengo nada que decir...

"Sherwod Anderson se sienta a los pies de mi cama y no deja de mirarme y sonreír" se dice al despertar el dos de julio. "Lo ha estado haciendo desde que volví de la clínica. Se sienta junto a mi a beber. No habla, sólo sonríe". Le pregunté, por fin: "¿Qué deseas?". "No me responde nada. Sólo sonríe. Entonces fui por mi escopeta y la puse contra su frente y le pregunté: ¿Acaso quieres morir?, ¿Ya no soportas más?". Se encogió de hombros y me respondió:
"¡Hazlo de una vez! ¿Qué esperas?".

- Por eso, Irizarri, apreté el gatillo.



Kepa Uriberri


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