La elegancia de la utopía y la realidad vulgar
Se ofuscaba con cierta facilidad. Y cuando conversaban, por alguna razón que el otro no llegaba a comprender, insistía, o no podía evitar, caer en esos temas siempre conflictivos que se refieren a los valores básicos del ser humano: ¿Existe Dios?, ¿Qué es la democracia?, ¿Hay democracia en Cuba?, ¿Se puede conciliar la religión con la política?, ¿Es moral el aborto?, ¿Tiene la mujer derecho sobre su cuerpo?, ¿Y el sujeto abortado es parte de éste?, ¿La vida es un derecho, o está por sobre él?, ¿Es condenable y discriminatorio referirse a una persona por alguna característica distintiva? ¿Se puede hablar de negro en relación a un negro o se le debe mencionar como "persona de raza distinta"? ¿Es discriminador decir ciego? ¿Debemos decir persona no vidente? ¿O la sola mención de las características discriminan? ¿Y es lícito discriminar, cuando hay diferencias, o estas deben ignorarse del todo?. Parecía disfrutar de su propia rabia, cuando entraba en estos temas espinudos, en los que no podía coincidir con el otro.
En cierta ocasión almorzaban en un restorán rápido, en el que había un televisor encendido. De pronto, ilustrando una noticia cuyo contenido no reparó, se mostró a una persona que acuchillaba a otra, que caía herida de muerte. Todo el público presente soltó una exclamación. Los que no vieron la escena, preguntaban qué había ocurrido. Le preguntó:
— ¿Qué pasó?
— Ese tipo asesinó al otro de una cuchillada— dijo.
— ¿Cuál? ¿A quién...?
— A ése— aclaró, — Al negro que está tirado en el suelo.
Con evidente molestia respondió:
— ¿A esa persona de color, te refieres?
Se rio, sabiendo que venía otra discusión absurda. Contestó:
— ¿De qué color?
— El de raza...
— Todos son de raza. El mestizo sacó un cuchillo y asesinó al otro.
— ¡Putas que eres discriminador!— le gritó.
— Si no discrimináramos, todos, incluso tú cuando dices "El de raza...", no podríamos distinguir las cosas diferentes: Un hombre de un perro, un animal de un palo, el bueno del malo, el rico del pobre y más. ¿Te das cuenta?. La fuerza de tu doctrina esta en que es inalcanzable: es una utopía.
— Eso es un absurdo — contestó, casi riendo, el otro. — Nadie estaría dispuesto a seguir a un guía que lo conduce a la nada. Todos queremos ver algo tangible; que se pueda tocar y medir. O al menos que nos pueda pertenecer. El respeto por el otro es posible.
— Te equivocas —, insistió este. — Ofrécele un pan al hambriento y verás que se lo come por necesidad, pero no te amará, sino por el contrario, su odio aumentará, porque tú puedes tener un pan e incluso regalarlo. El hambriento no quiere saciar su hambre, quiere saber dónde se consigue el pan.
— Entonces para que querrías distribuir el pan, por igual, entre todos. ¿No habría que enseñarle a hacer pan?
— En modo alguno. Si tu enseñas a hacer pan, te haces sospechoso de querer obtener provecho del pan que el otro hará. Siempre habrá alguien que se apropie del pan y otro que será despojado de éste.
— ¿Y cuál sería tu solución? — preguntó el otro.
— No la hay — afirmó, taxativo, este. — Siempre habrá un motivo de desconfianza, una posibilidad de engaño o abuso. La solución es siempre ilusoria. La diferencia entre el conservador y el progresista está ahí, precisamente. El conservador posee una realidad y busca lo bueno, porque sabe que lo mejor es imposible. De ese modo se queda en lo prosaico, en la rabia del despojado, porque sabe que no puede haber satisfacción total. Por eso el conservador nunca triunfa, siempre va a la saga. El progresista, en cambio, construye un faro de intensa luz azul, al final del camino, en el horizonte inalcanzable y le da la mano al desposeído, al hambriento y los conduce en busca de esa luz, donde todo está dado: Ahí está la leche y la miel, la casa y el hogar, la justicia y la equidad. La belleza de la luz al final del camino, mantiene la esperanza y la ilusión. Ahí no hay discriminación; todos son iguales. Así se avanza en pos de un imposible, pero se avanza. El premio existe y se alcanza allá. El único obstáculo es la realidad vulgar que le impone el conservador que sabe que no hay metas y destruye sus ilusiones: De ahí nace la rabia y el odio.
— Pero eso es un engaño.
— No. Esa es la utopía. Es el sol de Ícaro que lo impele a volar siempre más alto. A conseguir lo imposible — concluyo este, con aire de triunfo.
— Entiendo. Pero Ícaro jamás logro volar hasta el sol, hasta la última luz azul. Mucho antes se derritió la cera de sus alas y cayó al vacío destrozándose contra las peñas de las isla de Ikaría.
— Nadie puede alcanzar la Utopía sin ser fulminado por su luz infinita.
— Entonces: ¿De qué sirve la Utopía si es imposible llegar a ella?
— La Utopía es elegante: Mira la belleza de la muerte de Ícaro. La realidad, en cambio, es vulgar, es pobre, es prosaica, no tiene poesía ninguna. Compara la caída de Ícaro con la muerte en una mañana helada, de un mendigo que duerme en la calle, sobre unos cartones.
— Está bien; no te comprendo del todo, pero ¿qué es, para ti, la utopía?.
— Podría decirte que es el sueño de los sueños, que es la ilusión inalcanzable. Pero, en vez, te diré que es un hombre vestido de frac, con una camisa muy blanca, que lleva colleras de oro, una flor blanca en el ojal, un sombrero de copa alta, un corbatín de seda gris en papillón, zapatos de charol y un bastón de caoba. Alguien que lo vio recuerda que tiene las sienes plateadas e imagina que por las tarde pasea sus dos grandes mastines por la orilla del mar. Sale de un bar elegante y sube a su limousina negra, donde lo recibe una mujer de piel tostada y tersa, ojos claros, el pelo le cae sobre los hombros sedoso y dócil. Viste de color rojo como guindas secas, un vestido largo y escotado, calza zapatos de tacos altos. Sólo una cadenita de oro, con una larga aguja, del mismo metal, que nace de un pequeño diamante, adorna su cuello y señala hacia su vientre, el final del escote. El auto, lujoso y rápido, se dirige por avenidas anchas e iluminadas a una casa en un suburbio exclusivo, de mansiones enormes. En un salón muy amplio beben los mejores licores de colores traslúcidos y se aman con lujuria junto al fuego de la chimenea, sobre una alfombra de lana persa de ciento veinte nudos. Todos los hombres vivirían ese sueño; así es una utopía.
Después de un silencio preguntó, a su vez:
— Y para ti: ¿Qué es la realidad?.
— ¿La realidad?... Bueno... El hombre no tiene las sienes de plata ni las cumbres nevadas. Tiene la piel oscura, no porque se haya bronceado paseando junto al mar, sólo es muy moreno. Su perro es un térrier manchado, al que pasea por la vereda hasta que, por fin, hace caca. Una mujer rubia de ojos claros, un palmo más alta que él, le exige que recoja la caca del perro y él no se atreve a oponerse, sólo murmura muy bajito: "Si mi amor". La mujer lo acusa de acoso, lo apabulla y se va. Él vuelve a su casa, mas pequeña que la sala donde tu personaje bebe y fornica, llevando las sobras del perro. Su mujer, también rubia, pero teñida, monta en cólera y le grita: "¡Y con esa mano llena de mierda de perro quieres hacerme cariño, después! ¡Ni te pienses que me voy a acostar contigo!". Sumiso, él se enjuaga las manos en el chorro de agua del lavaplatos de la cocina busca una lata de cerveza en el refrigerador. Cree, sin embargo, que algún día quizás no tenga ya más deudas y tal vez pueda comprar un auto usado, para no tener que volver a casa apretado en un carro del metro. Pero sabe que son sólo sueños, entonces anhela, al menos, encontrar ese camino largo donde, al final, se dice que lo espera una luminosa realidad que no es vulgar como cada día.
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