AdversarioNací en los noventa. Siempre tuve lo necesario, aunque no en abundancia, pero no me faltó nada. Muchos de mis amigos tenían más que yo: Vivían en barrios de los suburbios ricos, con casas muy grandes, comodidades y lujos. Yo no los envidié, ni mucho menos. Al contrario, disfruté de su amistad y sus ventajas. A la vez, tuve amigos y algún pariente pobre. Muchas veces me pregunté: ¿Cuáles eran mis verdadero amigos? y ¿A qué mundo pertenecía yo?: ¿A ese de los que vivían entre privilegios que me compartían o a este otro de mis primos que no tenían casi nada, que vivían en un barrio algo marginal?. El tío Bernardo casi nunca tenía trabajo. Quizás era por su carácter combativo. A veces me parecía que su frase favorita era: "¡A mí no me vienen con huevadas!" y claro, posiblemente esa actitud le valía la mala voluntad de sus patrones. Para nosotros, en cambio, esa franqueza dura era sinónimo de hombría, de fuerza de carácter y era como el símbolo de lucha por la vida. El tío Bernardo era, a pesar de sus carencias, un tipo generoso: "¡Vamos todos! Ahí vemos cómo lo hacemos". Íbamos todos y se las arreglaba de algún modo para invitarlos a todos, aún cuando tantas veces resultaba que entre todos lo invitaban a él. Tal vez por eso tenía muchos amigos y vivía inmerso en las actividades sociales: En el club de rayuela, en el equipo de futbol o en el partido político y más. En tiempos de la dictadura fue un luchador; estuvo preso varias veces, también lo confinaron en un pueblo perdido en mitad de la nada donde debía, cada martes y cada viernes, presentarse puntual a las ocho de la mañana y firmar en el retén de policía. "Pero como a mí no me van a venir con huevadas, yo era amigo del capitán; tomábamos juntos en el bar de Misael y solíamos pasar las tardes en la casa de putas de la Leidi Dayana. Así es que cuando faltaba el viernes o algún martes para firmar, me dejaban el espacio en el libro de registro, con la fecha y el timbre del retén y yo firmaba después, cuando no estaba con la resaca". Viví la vida aceleradamente con mis amigos poderosos y ricos, pero siempre, mi héroe fue el tío Bernardo, de modo que crecí pensando que la vida que valía la pena defender era la del que no tenía nada excepto amigos y alguna lucha por la justicia, aunque sin entorpecer la diversión y el placer. Ese pensamiento me llevó a tratar de integrar a mis primos, que no tenían nada, con mis amigos que lo tenían todo. Creía que eso era más o menos equivalente a la actitud de mi tío: "¡Vamos todos! Ahí vemos como lo hacemos!". Pero no resultó. Mis primos sentían algún resentimiento por mis amigos, y éstos los trataban, o así lo sentían ellos, con cierto desdén, de manera que al fin la situación se hacía imposible. De esa manera terminé sintiendo que el malestar de mis primos se me iba pegando al pellejo y perjudicaba una amistad que creía valiosa. Con todo me produjo, al fin, distancia con unos y otros: De mis amigos de siempre con algo de rencor, porque el desprecio hacia mi familia me llegaba como propio y de mis primos porque, sin quererlo, me habían envenenado mi vida social. ¿Por qué el sistema era tan injusto? ¿Por qué todo se basaba en la desigualdad y la discriminación?: El jefe y el subordinado, el profesional y el que no tenía calificación, el empresario y el trabajador, el rico y el pobre, el hombre poderoso y la mujer sometida, el conservador y el progresista, liberales y radicales, exaltados y moderados. Donde mirara faltaba equidad. Con el tiempo, sin renunciar a mis amistades y sus ventajas, fui comprendiendo el resentimiento de los que no tenían los privilegios de otros que los habían adquirido a título gratuito. No el de mis primos, pues ellos eran víctimas de una situación que quizás no llegaban a entender y hubieran querido superar, sino del tío Bernardo, que con su carisma era capaz de adoctrinar a cualquiera. De modo subrepticio, fui entrando en esa idea de la división del mundo en clases sociales y aprendiendo a odiar a los que creían que la posición social no derivaba de los privilegios, sino del mérito de cada cual. Había llegado a una posición tan absurda que odiaba ciertas ideas y entonces a las personas que las sostenían, como si el mal estuviera en el pensamiento y este fuera una cosa material, mientras quien las defendía me parecía una especie de traficante de la perversión. Sólo se salvaban de este pensamiento mis amigos de siempre, porque a ellos los conocía bien y eran ingenuos en este sentido y habían nacido enfermos de privilegio, de manera que no se daban cuenta de su error y mi vida con ellos era aún, y a pesar de todo, plácida. Pero, por ejemplo, a alguien como Bolchoi Garcena que representaba casi al jefe mafioso que traficaba con los privilegios, mostrándolos como algo deseable, me resultaba profundamente detestable. Era más odioso el que predicaba la idea de la riqueza y el privilegio, que el que los poseía. Es decir, el problema no era la riqueza sino la idea que la impulsaba como un mérito. Esa idea debía ser reprimida. Con ese modo de pensar llegué ser un miembro activo del partido y a ser un activista contra los enemigos de la verdad. Por eso estaba ahí en ese auditorio de la universidad ese día para oponerme a Garcena, para desenmascararlo y ojalá humillarlo, o más que humillarlo a él, humillar sus ideas. En su exposición habló de los socialismos reales. El hombre era claro como el medio día, astuto como un zorro, cínicamente inteligente, de manera que era difícil debatir con él. Cada concepto, cada ejemplo en que se apoyaba, eran para mí como una lanceta envenenada de ironía y clavada en mi razón y experiencias con precisión maligna, que iban provocando una urticaria intelectual desesperante, tanto que sentía en la boca del estómago un ardor creciente y en la quijada una fuerza tensa que me apretaba las mandíbulas, oprimiendo alguna glándula cerebral que destilaba odio en el interior de la cabeza y fluía a raudales a las tripas. El guía de nuestro grupo lo confrontó y lo mostró como un fascista y nos conminó a abandonar su conferencia como rechazo de su prédica. Salimos con escándalo y bulla, y esperamos afuera del salón de la conferencia, para expresarle el repudio que merecía. Me sentía lleno de furia y ruido interior, exacerbado por los gritos y consignas del tumulto que esperaba a que Garcena quedara a nuestra merced para manifestarle, con violencia, nuestro rechazo. Cuando el hombre, al fin, salió de la sala de conferencias abrimos un pasadizo por el centro del cual debía pasar, a merced de nuestra ira. Logré ubicarme en la primera fila del muro humano a su izquierda, a unos ocho o diez metros de distancia. Desde ahí vi cómo recibía puñetazos, cachetazos en la nuca, tirones en las ropas y el pelo, espesos escupitajos que se adherían a su chaqueta y su cara, la que trataba de limpiar, inexpresivo, siempre con la vista impasible al frente, tal como hacía cuando exponía o escuchaba los insultos y descalificaciones de nuestros activistas. Aún tengo grabada esa imagen como si fuera el argumento más contundente de su exposición: Soportaba impasible todos los vejámenes, como si nada sucediera, aumentando el caudal de rabia de la multitud, o al menos la mía. Así fue como llegó, estoico, junto a mí. Sentí que quería pulverizarlo porque su actitud era un paradigma de todas mis contradicciones. Le di un puñetazo en el rostro que sentí que ni siquiera lo conmovió. No podía dejarlo pasar sin infligirle el daño que sentía que merecía, aún cuando no sabía cual era la razón para ameritarlo. Sólo flecté mi pierna contra el cuerpo y descargué con furia una patada con la planta del zapato sobre su espalda. Lo vi caer sobre las rodillas y las manos mientras la inercia dejaba su cabeza echada hacia atrás para luego, como un latigazo, caer hacia el suelo, hasta golpear la frente en este. No demoró tres segundos en incorporarse, ayudado por quienes querían seguir castigándolo. No se sacudió las manos, no se limpió las rodillas, no se palpó la frente raspada; sólo se irguió, con la actitud siempre serena y aunque no la pude ver, pues ya había quedado tras él, imaginé su exasperante mirada tranquila que parecía sumida en conceptos muy lejanos y profundos allá al final del horizonte. Sentí vergüenza de lo que había hecho, pero a la vez me sentí plácidamente satisfecho del castigo inferido, como si con eso hubiera vaciado toda la rabia que había sentido y purgado toda la injusticia que promovía ese hombre. La oposición de ambas sensaciones me hizo gritar, como si vomitara al suelo: "¡Putas! ¡A le cresta, mala cueva!", porque todo ya estaba hecho y era irremediable. Más tarde, una vez concluidos los sucesos, reflexionando sobre las ideas de Garcena, que herían mi razón, evaluando los motivos de mi ira, tan irracional, pensé, haciendo esfuerzos por rechazar mis propias conclusiones, en la razón definitiva del tío Bernardo: "A mí no me vienen con huevadas". Durante todo ese día sentí una sensación de vacío interior que me incomodaba. Repasaba el acto de extrema violencia que había cometido, buscando un modo de aprobar esa acción tan brutal que la razón rechazaba: Yo aborrecía aquellas ideas, pero creía que no podía odiar a las personas que las sostenían. "Cada cual tiene derecho a pensar como quiera" me decía. Frente a esa contradicción reprimía el examen de conciencia, sin embargo se repetía la imagen de ese hombre digno, de pensamiento consistente, aún cuando fuera diferente al mío, que con valentía había atravesado ese callejón preparado por sus adversarios para repudiarlo con violencia. Para él no éramos enemigos, como yo había aprendido; sabía que ahí enfrentaría el otro aspecto de la lucha: el violento. Por un momento pensé que nos había derrotado, primero, en la dialéctica, dentro del salón de conferencias y después, nos había vuelto a derrotar al mostrarnos nuestra barbarie cruzando la encerrona del repudio violento. Su pecado no es pensar distinto, me decía, sino promover el error. Si tan sólo no se empeñara en difundir sus ideas, podría respetarlo. Lo veía caer doblado por la fuerza de la patada artera que le había dado, pero no lo doblegaba con la violencia. Se ponía de pie y, aunque desarmado y sucio por la caída, estaba entero y digno. Imaginé que sus ideas, para él, parecían una luz allá al fondo de su mirada que nosotros, llenos de ira y enceguecidos, no veíamos, pero lo sostenían, en tanto que yo había quedado herido por mi propia rabia y vacío. Odié tener que admitir, al final, que admiraba a ese hombre. Era mucho más hombre que yo, era mejor persona, sin importar que yo despreciara y condenara sus ideas que jamás podría abrazar, ese hombre era muy superior a mí como combatiente. Estas reflexiones me enfurecían y después me dejaban vacío y en medio de esa contradicción dejé de participar en las juventudes: No podía hacerlo si no solucionaba mis dudas. No podía estar ahí admirando al máximo representante del enemigo. Cuando el vacío se calmó, después de mucho tiempo, cuando el recuerdo de la situación se hizo bruma, intenté volver a mi célula. Pero ahí todo se orientaba en el ámbito de la violencia que conduce a la apropiación del poder. Incluso cuando era subrepticia, disfrazada de ideología o doctrina, que amagaba el derecho de otros, por inmoral, a pensar diferente y acceder al poder. Percibía que todo conducía a la destrucción, aún si la llamaban deconstrucción, pero la construcción que había sido el fundamento de ese enemigo al que había golpeado, con el secreto deseo de destruirlo, me devolvía a un estado de profundo malestar y vacío, hasta que al fin renuncié a esa lucha estéril.
Me esforcé en creer que la enorme mayoría vivía desposeída en la carencia. Ellos nunca alcanzarán los privilegios de los que aprendieron a pensar y discurrir y con ese conocimiento viven engañando al que no tiene el entendimiento para acceder al poder que aumenta sus prerrogativas. ¿Qué nos quedaba, entonces, por hacer si no hacer uso, necesario, de la violencia? ¿Acaso no es una obligación?: ¡Díganmelo! |
Kepa Uriberri |