La última conferencia


Los últimos dos años, para el mes de marzo, me fui a las Charcas de Bocahue a cazar sapos. Volví, cada año con un sapo, grande, sano, robusto. En cada caso lo amarré de pies y manos y lo enterré en una caja de lata, dejando sólo la cabeza afuera para alimentarlo. Al sapo lo instruí, en un sahumerio con hierbas aromáticas, para que me protegiera de ser enviado otra vez a dictar las ya tradicionales conferencias de abril. Cada día alimenté al sapo con caca de perro, hasta terminar el mes de abril, cuando ya estuve libre del peligro de la conferencia de primavera u otoño. El sapo sabía que me tenía que cumplir, para conseguir su libertad. Así fue los últimos dos años. El primero de mayo saque al sapo de su entierro, lo desaté, lo limpié y le di un banquete de moscas y otros insectos vivos hasta que quedó ahíto antes de llevarlo de vuelta a sus noches en las Charcas de Bocahue.

Este año, sin embargo, después de un par de semanas el sapo se negó a comer la caca de perro y comenzó a languidecer. Para los últimos días de marzo tuve que tomar la decisión de dejar morir al sapo si se negaba y seguir alimentándolo muerto, para librarme de la conferencia, que ya se hablaba, que sería, tal vez, en París o Cherburgo, Francia, en homenaje a Roland Barthes. En todo caso nada se veía seguro en el horizonte. No sabía si, muerto el sapo, moriría el conjuro o si lo mantenía alimentado con caca de perro, sin importar su estado de salud, el conjuro se sostendría. Por otro lado la Agente ya empezaba a tirar líneas sobre mi participación en los festejos del centenario del natalicio de Barthes y me llamaban todos los días para sugerirme material sobre el crítico y filósofo, de modo que sin hacer nada, ni tener interés alguno en Roland, pronto me enteré que había asesinado al autor, de cuyas cenizas con su soplo divino y permanente, y quizás algo de su propio escupo, había creado al lector, en reemplazo. Mirando morir el sapo, producto de mis miedos culturales, comprendí que quizás Barthes me había amarrado un sapo a mí, o mejor dicho a todos los autores, de los cuales los más desconocidos, los más débiles, los que estábamos en la lucha por llegar a serlo, no sólo para nosotros mismos, sino para una cierta cantidad respetable de lectores que creíamos que existían, eramos los primeros en morir.

Vi la tristeza en la mirada del sapo y creí que me decía que él, también a su propio modo era un autor y yo era su Roland. Le respondí que no, que si yo caía fulminado por cuenta del semiólogo francés entonces él como sapo quedaría muerto en su catafalco de lata. El sapo sonrió irónico y dijo:
—Tú estás muerto como autor desde que te asesinó Packi en la Taberna del Alabardero. ¿Acaso no recuerdas?—. Lo recordaba. Recordaba cada una de las conferencias a las que había ido y cada uno de sus nefastos sucesos. Siempre había sido Packi, o su correspondiente packi, ya fuera que se llamara Violenta Cabral, o no, quien quizás arbitrando, a nombre de Barthes, había arruinado, a favor de los lectores, cada esfuerzo que hacía por conseguir supervivir al autor y su literatura. Le dije, entonces:
—Si así fuera, Packi sería sólo una metáfora de Barthes, por mi parte sería, yo, una metáfora de Packi y tú serías una metáfora de mí mismo. Y si así fuera siempre habría una razón ineludible para que estuvieras muerto y esa caja de lata sería tu Taberna del Alabardero. ¿O no?—. El sapo me quitó la vista de encima, pensé que con vergüenza, pero después supe que sólo buscaba inspiración allá, en algún lugar al sesgo, quizás su fisiología de sapo construía las ideas a partir de ciertas imágenes que se proyectaban en su mente siempre a un costado y abajo. Estuvo mucho rato en esa actitud, hasta que al fin me miró otra vez, ya no con ironía, sino con inconmensurable tristeza. Dijo:
—Si yo soy tu metáfora y muero, entonces tú mueres, pero si tú mueres entonces muere Packi y Barthes. ¿Acaso no te das cuenta que Barthes después de cien años y muerto hace treinta y cinco, justo en un día como hoy, aún vive?. ¿Y sabes por qué?. Porque aunque reniegue del autor, él vive porque es autor. Él vive gracias a su crimen y tú pretendes sobrevivir gracias al tuyo. Packi, en cambio, quizás sólo se divierte con la Boricua porque nunca le ha interesado el autor. Para Packi el autor fue abortado porque venía gravemente enfermo de falta de comercio—.

—¿Todo eso lo viste allá abajo, al sesgo?— le pregunté.
—No— respondió intentando encogerse de hombros dentro de su entierro.
—¿Y qué veías entonces?—.
—La esquina de Cerrito y Corrientes, en Buenos Aires. Un mojón seco que lleva tres años en ese lugar—.
—¿Cómo puedes ver esa esquina desde aquí? ¿Y cómo puedes saber que ahí hay un mojón?—. Bajó la vista. Otra vez creí que con vergüenza, pero no. No era vergüenza, Era sólo humildad, ¿o quizás soberbia?. Dijo:
—¿Quién soy yo?—.
—Sólo un sapo de las Charcas de Bocahue— respondí.
—¿Sólo un sapo?— retrucó, —¿y entonces qué hago aquí enterrado en una lata?—.
—Bueno: Cumplir el sortilegio de un sahumerio—.
—Entonces no soy sólo un sapo. Soy un sapo mágico. Soy parte de un rito, quizás de un mito. Tal vez esté dando forma a ese elemento tan profundo y primigenio de la cultura: El arquetipo.
—¡Ja!— me reí. —Alguien tan atado, tan enterrado, tan prisionero, no es más que una cosa que no debería permitirse tanta soberbia. Eres apenas un artilugio— le dije con desprecio, pero luego pensé que "artilugio" era una palabra demasiado bella para esto y corregí:
—¡Ja! Un artilugio. Quise decir un artefacto, un aparato—.
—¡Sea!, te lo concedo. Pero tú mismo me convertiste en un aparato mágico y me diste poder. Pero si soy despreciable, entonces déjame ir y vuela a Francia a encontrarte con tus miedos, con Packi y la Boricua, con Violenta Cabral y Astra Cabagliari. Tal vez ahí, en medio de tu pobre conferencia, tengas que reconocer la valía de Roland Barthes y te veas obligado a suicidarte. Podrías dejarme una nota; quizás entonces este aparato mágico te resucite como lector. ¡Jajaja!— se rió de su propio ingenio, lo que le restó mucho valor.

Preferí tapar la caja de lata para no seguir oyendo sus sandeces. De la agencia me habían enviado varios tomos del propio Roland y muchas biografías críticas. Tenía mi mesita de lecturas rebalsada de amenazas. Desde luego habían desplazado a todos los rusos, a los latinoamericanos, a Faulkner, Proust, Balzac cuya última ilusión, "Sarrasine", había sido ya invadida y destazada por Barthes, ya no era una reflexión del clásico sobre los opuestos y un oculto temor por la ambigüedad sexual posible, sino un encuentro casi económico entre el comercio del productor y el consumidor, el cliente y el fabricante. Casi me convenzo, al recordar mi propio juicio sobre Sarrasine, de lo irrelevante que puede ser el autor, frente a los sesgos del lector, o incluso frente a su capacidad de agregar contenido, de acuerdo a su experiencia y cultura personal, pero entonces me dije que si Barthes tenía razón, su razón, según él mismo, sólo le valía en tanto lector que juzga y siendo yo otro lector diferente, su juicio no es nada al lado del mío. Entonces levanté la tapa de lata y le dije al sapo:
—Barthes no ha muerto aún porque no puede, bajo su propio concepto, ser un autor. Quizás por eso esbozó su teoría de la muerte del autor: Para llegar a ser inmortal invalidándose a sí mismo—.
—¿Y Balzac?— me respondió el sapo, —¿es Zambinella o Sarrasine?. ¿Cuál es, ahí, el autor y cual el sapo?, ¿Cuál Barthes y cuál Packi?—.

Esa madrugada murió el sapo, después de negarse a comer caca de perro durante más de tres semanas. Era el veintiséis de marzo. Había sido atropellado por una citroneta azul, hacía un mes, conducida por Angulo, a quien, dicen, acompañaba Eleya, la llamada Boricua. ¿Quién se haría cargo ahora de sostener el movimiento?, ¿El elegante Javier Aparecido?, quizás ¿Juan Darién Fundador?, ¿O su gemelo José Daniel Fundador?. Con todo, hoy se sabe que Angulo iba acompañado, en la citroneta azul de la lavandería, por la mujer gruesa que lo abordó la tarde en que murió Hernán Olagaray, cuyo nombre, se dice, era Angustia Noble. Es decir, que la boricua transitaba, de manera casual la Rue des Écoles y la sangre en el alfanje en modo alguno era de Barthes, u Olagaray ¿o lo era?. ¿Tenía algún significado la muerte del sapo?.

El veintiocho de marzo, día del funeral del sapo (¿Y de Roland?) me llegó la confirmación y un comentario que consideré ridículo: El martes siete de abril debía tomar el vuelo para dar una conferencia en el Collège de France, justo frente al lugar donde había caído herido para no volver a levantarse, donde quizás si fue rematado con el alfanje de la Boricua, el hombre que con la pluma, no la espada ni un alfanje, había dado muerte definitiva al autor. El comentario, como una postdata del memorandum decía, textual: «Puedes decir que fue atropellado por el símbolo ubérrimo de la cultura francesa».

Dediqué esos once días, inútilmente, a estudiar a Roland Barthes. Todo era ambiguo. Recordé a cierto poeta que escribía versos sobre aviones supersónicos y banderitas patrias que caían en picada sobre la estación de trenes del norte de la capital. Yo era novato en las lides literarias por aquel tiempo, de manera que me atreví a preguntar por el significado de su poema. Recuerdo que enrojeció como un camarón cuando cae al agua hirviendo. Dijo:
—Claramente los aviones representan el amor carnal: ¿Qué más?— yo aprobé, afirmando con la cabeza y con humildad e interés de aprender más, lo quedé mirando de abajo hacia arriba.
—¡Eso!— confirmó y me fulminó con sus ojos potenciados por unos lentes tan gruesos como potos de botella, antes de retirarse a conversar con otros contertulios del taller en que participábamos. Hasta el día de hoy me pregunto si la estación de trenes del norte, hoy destinada a otros usos, representaría a la mujer amante que recibe llena de quejidos y bufidos, pitidos y campanas al avión supersónico que la regala con banderitas patrias. ¡No lo sé!. ¡Son símbolos!. Roland ya no está; ¿lo sabría él?.

El lunes, antes de la partida, me despidieron con recomendaciones y reconvenciones previas, a modo de admoniciones que evitaran que volviera a meterme en líos. Después conversamos coloquialmente, como si ya me hubiera ido, y quizás por eso se atrevieron a contarme que en Buenos Aires se me uniría un poeta argentino, un tal Heraldo Balcárcel, cuya poesía estaba fuertemente influenciada por Barthes, Lacan y Freud. Iba acompañado por la agente Violenta Cabral:
—¿Quizás la conozcas? ¿No estuviste con ella alguna vez?—, de manera que —irás con gente conocida—.

Violenta iba con un peinado moderno que simulaba un nido de chercán, pero teñido de azul. Un ojo maquillado con sombra muy oscura, casi negra; cualquiera diría que el poeta Balcárcel la había golpeado con un soneto en el ojo. El otro, estaba dibujado al estilo gótico, a juego con el lápiz labial verde. Vestía un entero de lycra azul fulgurante, surcado por un escote que bajaba hasta el ombligo. Confieso que intenté descubrir en ese valle las cimas más altas, pero no las alcancé jamás. Remataba el conjunto unos borceguíes verdes de taco altísimo. De las uñas muy largas nunca llegué a saber si eran verdaderas o falsas, bajo el barniz verde moteado de pequeños puntos blancos. Pero si me hubieran dicho que aquellos puntos no eran tales sino microscópicos dibujos de caballos desbocados como los deseos, lo habría creído, de todos modos.

Por su lado el poeta vestía de poeta, para hacer el papel de poeta. Cualquiera que lo hubiera encontrado comprando, por ejemplo, en un supermercado, habría dicho de él que "ahí está ese poeta comprando un paquete de tallarines número cinco y un tarro de pomarola". Si uno le hubiera dicho que no, que no era un poeta sino un arquitecto, o un intelectual de izquierda, cualquiera se habría reído. Si se le preguntara a ese cualquiera:
—¿De qué te ríes?—, habría, de seguro contestado que “resultaba absurdo ver a un arquitecto que se vistiera y tuviera ademanes de poeta”. Además, cosa rara en un argentino, tenía una dulzura y un silencio en extremo poético, aunque aburridor. Me dio, para presentarse, una mano blanda y murmuró algo ininteligible y confuso entre risitas amables. Violenta casi lo apartó, entonces, y dijo:
—¡Na! Viste... este es Balcárlcel. ¿Me creés que es poeta?— y se me lanzó al cogote.
—¡Estás divino, Irizarri! ¿Qué te hacés?—. Juro que sentí algo de miedo. Me plantó un beso en la mejilla que creo que me ha de haber dejado impresos los labios verdes. Después echo atrás la cabeza, para lo que adelantó la pelvis y el vientre. El miedo se me revolvió con la corriente erótica y caí en un cierto estado de confusión. Sólo recuerdo cierta sonrisa algo boba de Balcárcel. En ese momento llegué a pensar que no era argentino, no podía ser, o si lo era, Violenta Cabral se lo había fumado.

Violenta no paró de hablar, creo que hasta que se le secó la boca o el seso. Recordó la última vez que nos vimos y dijo:
—¡Cómo lloraba yo! Es que vos sos muy boludo. Mirá que meterse con esa mujerzuela y ayudarla a matar a su cafiolo. ¡Y! No sabés lo que lamenté no poder despedirme de vos, pero estaba desecha, imaginate, con un crimen pasional entre manos, ¡yo!. Fijate que en la agencia no lo supieron. Nos hubieran despedido a los dos ¡Viste!. Por suerte la chica confesó que había sido ella sola, aunque no le creyeron. Tuve que aceptar la invitación a cenar del Comisario Inspector y convencerlo, no sabés cómo, de que la chica no mentía, pero en fin ¿todo salió bien?. ¡Me imagino que sí! Llamé a tu hotel después pero dijeron que ya te habías ido. ¡Ah! Y la conferencia, ¿Sabés? En la agencia creen que la diste y que fue un éxito. Es que Omar Lauría es un cielo. ¿Y vos? ¿Cómo has estado? ¿Qué hacés? ¿Vas dando conferencias por el mundo? Qué has escrito en este tiempo. Tengo ahí un par de libros tuyos que encontré en la agencia, pero no he tenido tiempo de leerlos, ¿sabés?. Los he leído sólo muy superficialmente. Pero se ve que sos exitoso ¿eh?—.

Al abordar, por fin, Violenta pareció cansarse de su propio verbo y cayó rendida en un sueño profundo. El poeta sonreía, plácido, quizás disfrutando de la conversación monológica de ella.
—Bueno—, dije —¿nos quedarán unas quince horas?—.
—¡Seguro!— dijo y luego, casi sin pausa, quizás por temor de perder ese mínimo contacto y que ya no regresara jamás, me preguntó:
—¿Vos vas a disertar o a leer algún... qué se yo... un ensayo? ¿Qué?—.
—Se supone que dé una conferencia sobre la importancia de Barthes en la nueva literatura latinoamericana—.
—¿Y cómo va eso?—. Me encogí de hombros. De verdad no sabía cómo iba, o tal vez no iba en modo alguno. A mí me parecía que cualquier autor latinoamericano tenía tanto ego, que aceptar que el autor no era dueño de lo que había escrito, era cuando menos el grito de audacia de la ignorancia, pero Roland era tan connotado que resultaba difícil reconocerlo.
—Va avanzando, lleno de dudas— dije, y en ese momento cometí el gran error de ese viaje por los cielos atlánticos; agregué:
—¿Y tú? ¿Cómo vas en esto?—. Los ojillos como de pajarito de Balcárcel brillaron llenos de alegría y sus manitos pequeñas comenzaron a escarbar los libros y carpetas que llevaba en las faldas, mientras su boca se movía entre la barba y el bigote, como si quisiera largarse, ya, a hablar pero se tenía que contener porque aún no encontraban sus manos lo que necesitaba leer. Éstas cada tanto, dejaban su faena y señalaban con un dedo, vibrando, que ya estaban casi a punto de conseguir su cometido. Al fin la boca dijo:
—Sí. Sí. Aquí lo tengo, aquí lo tengo—, mientras los ojos tomaban una expresión casi de paroxismo, que le hacía vibrar rítmicamente la cabeza toda. Se mojó los labios con la lengua y comenzó así:
«Poema vivo al autor, que vuela en los cielos universales»
Hizo una pausa para mirar el efecto. Hice un esfuerzo, al menos, para parecer alegre.
Siguió:
«Escapan de mí estas palabras
que no me pertenecen ya»
—¿Mh?— murmuró mirando el efecto que podría haber conseguido y sonrió plácido antes de continuar:
«Son de Roland, o de Mallarme y de Rimbaud
Son de Cervantes
y de Ruy Díaz de Vivar o de cualquier Cristo
y son de Platón de Eurípides
y se cantaron en el monte Sinaí
entre ardientes zarzas o en el Partenón»
Volvió a pedir aprobación, aunque en silencio, sólo con una expresión casi triunfal. Después continuó elevando la voz, como si en efecto estuviera invocando a alguien cercano, quizás a otro pasajero, o a una divinidad:
«¿¡Y tú! Roland? ¿A donde ván tus corceles blancos
desbocados bajo la rueda torpe de un ícono de la Francia?»
Violenta se agitó en su asiento y murmuró entre sueños:
—¡Bajale una gotita el volumen! Mirá que estoy durmiendo—.

Balcárcel continuo en un tono bajito, pero con todo el énfasis de una declamación en voz alta, lo que resultaba del todo ridículo. Yo a la vez no lo oía y su verbo zumbón y casi silencioso me arrullaba más en tanto más me esforzaba por parecer atento. A ratos Violenta le daba un manotazo y le decía
—¡Bajá una gotita, ¿querés? Dejame dormir que el viaje es largo—. Balcárcel me miraba buscando complicidad con una sonrisa tensa. Yo intentaba sonreír, pero sentía que sólo lograba que los párpados cayeran, buscando el sueño.

Detrás de Balcárcel brillaba el sol con una luz intensa que, sin embargo, no hacía silueta en su figura, que insistía en lanzar jabs de izquierda al rostro de Violenta, que no se defendía. Desde mi lugar, con cada golpe de sus guantes rojos, veía agitarse el nido azul de su pelo. Cada tanto, al ritmo de los golpes y de su cabeza, lanzaba un manotazo. Me preguntaba: "¿Por qué no tiene puestos sus guantes rojos?" y cerraba los ojos, no sé si para evitar la resolana detrás de Heraldo o para evitar ver la golpiza o quizás para reflexionar. Esta última idea me acomodaba mejor.

Sin duda no fue por mí que Packi y la Boricua estaban ahí en el aeropuerto esperándonos. Packi saltaba y hacía señas con ambas manos. Supe, de inmediato, que no usaba sostenes porque sus pechos saltaban al mismo ritmo que sus moños, bajo la blusa liviana, que no alcanzaba a ser transparente. Cuando al fin entramos al área de pasajeros, Packi se abalanzó sobre Violenta Cabral y ambas se abrazaron con alegría infinita, como si fueran hermanas, en tanto que la Boricua se echaba al cuello de Balcárcel y le decía:
—¡No puedo creer que seas el mismo Barcálcel!—. El poeta le corrigió sonriendo con gesto bobo:
—Balcárcel— dijo, pero la Boricua se enredó en su propia lengua y ni entonces ni nunca logró decirle si no "Barcálcel". Creo que yo también sonreía con gesto bobo, pero sólo para mí mismo. Nadie me tomó en cuenta.

Más tarde, ya en el tránsfer que nos llevaba al hotel, Packi me dio un golpazo sorpresivo, con el dorso de la mano en el estómago y me dijo:
—Supongo que este año sí traes preparada tu conferencia—. Quedé sorprendido porque siempre había sido cumplidor, aunque casi todas las veces que nos habíamos topado mi presentación había resultado ser un fiasco, por razones ajenas a mí, aunque por entonces no sabía que ella y la Boricua eran saboteadoras profesionales.
—¡Por supuesto!— respondí. —Ya soy un experto en Barthes.
—¿Qué?— se sorprendió ella, ahora. —¿Barthes? Todos van a hablar de él, a ti te corresponde disertar sobre El Quijote de Avellaneda de Lope de Vega y su influencia sobre Pierre Menard, según Jorge Luis Borges—. Nadie me había dicho tal cosa, de manera que sólo me reí y dije que “es una buena broma”. Packi apeló a la Boricua, que escarbó en su enorme cartera de cáñamo y dijo:
—Aquí está el programa, mi hermano— y me alargó, por encima de Violenta, de Heraldo y la propia Packi, una revistita de papel couché que decía "Centenario del semiólogo Roland Barthes". En efecto, ahí se anunciaba mi conferencia con ese tema: "Iñaki Irizarri — El autor colectivo, desde el Quijote de la Mancha, de Avellaneda, de Menard, de Lope de Vega y su aporte en la literatura universal". Quedé sorprendido y asustado.
—¡Y! ¿Qué pasa?— Preguntó Violenta. Le entregué el programa de la Boricua, abierto en la página que anunciaba mi conferencia. Violenta lo leyó y después, con el ceño fruncido, me miró con sus ojos turnios:
—¿Y qué tenés con eso?—.
—Que no es mi conferencia— alegué.
—¡Andá! Si Juan, desde Barcelona, había pedido ese tema y se lo negamos porque ya lo tenías vos— dijo elevando las manos al techo y agregó:
—¡Mirá que sos boludo!—. Packi sacudió la cabeza con un gesto tirante y desagradable:
—Siempre lo mismo— opinó. La Boricua miraba por la ventanilla, creo que sonreía mientras chupaba un caramelo de esos con palo. Heraldo intentaba parecer abstraído en sus poesías.

Pensé en el sapo y lo recriminé en mis pensamientos por haberse muerto.
—¿Qué podía hacer yo, si era veintiséis de marzo?— me dijo desde su ataúd de lata.

En el hotel, Balcárcel quería que le dijera cómo había encontrado su poema y me pidió ayuda para unas correcciones:
—Al fin— dijo, —el autor es la cultura— y me miró sonriente, tal vez por ver el efecto de su ingenio. No supe negarme, aunque quería estar solo y revisar si podía hacer algo para cambiar el rumbo de la conferencia que ya tenía casi terminada. Le dije:
—Mira Balcárcel, comprende que me acabo de quedar sin conferencia. Tengo que hacer una nueva entre ahora y mañana a las tres. ¿Me disculpas?.
—Desde luego, desde luego, sólo dos minutos para leerte esta parte que he corregido— y se sentó en la cama de mi habitación, dejó a un lado un alto de papeles y carpetas que traía y se lanzó a leer con voz argentina:
— «Y tú, Febo intelectual, Rolando
las aguas del Sena, pastor de la palabra
que no se detenía, ni era nube
o quería ser helechos ni ruedas amarillas.

Habrá de salir, para ellas,
la luna mientras Rolan-do
aquel lugar en que el cielo se tumbe,
los ataúdes arrastrarán
por las aguas intelectuales
a todos los poetas»
—¿Ah? ¿Ah? ¡Qué me decís! ¿Se entiende la idea? ¿La entendés vos?.
— Eeehmm... sí... No sé si me sugiere “La peste” de Saramago, o la “Oda a Ralph Waldo Emerson” de García Lorca.
—No entiendo. “La Peste” es de Albert Camus y García Lorca no le hizo ninguna oda a Emerson.
—¡Vaya!— dije simulando sorpresa, —¿sería de Neruda entonces?
Me quedó mirando confuso un rato. Al fin dijo:
—Sí, sí. Esa es la idea, en todo caso: Deconstruir, deconstruir: ¿Entendés? Creo que sí... ¡Ah boludo! Me estás jodiendo... ¿De verdad creés que lo van encontrar pueril?
—¡Jaja!— me reí —Sos más inteligente de lo que pensé.
—Está bien... está bien... te dejo tranquilo. Trabajá en lo tuyo. Después me lo leés para cagarte— y se fue manoteando, contento.

Logré conectar mi pececito a la corriente eléctrica, con suficiente temor de quemar el transformador o el propio artefacto. Entrar en internet y conseguir que en la cuna del francés, el buscador entendiera que quería ver páginas en castellano fue todavía más difícil. Con todo, al fin, después de una lucha larga lo había conseguido. Ya tenía una lista de páginas que proclamaban que Borges y Pierre Menard habían asesinado al autor, años antes que Barthes. Tenía a Barthes hablando y opinando de Cervantes y El Quijote, pero no había nada que lo relacionara con el de Avellaneda y sobre éste sólo había alguna vaga mención que argüía que su autor podría ser un oscuro párroco de Avellaneda que quizás fuera amigo o apenas conocido de Lope de Vega. Todo muy vago.

En este ambiente me rondaba la idea que no tenía el tiempo de preparar una nueva disertación, ni menos prepararme para las conversaciones posteriores, de modo que la angustia crecía, mientras trataba de encontrar alguna manera elegante de saltar del Quijote de Avellaneda, a través de los conceptos Barthesianos a algo tan opuesto como los autores latinoamericanos del boom, que me traerían de vuelta a mi texto original. De cualquier manera veía que tenía por delante un trabajo que de seguro me obligaría a pasar la noche de largo. Entonces sentí unos golpecitos suaves en la puerta. Sin esperar respuesta, en contra de lo esperable para una llamada tan tímida, la puerta se abrió con algún estrépito, de manera que me recordó a Madame Chauchat. Los ojos bizcos vagaron un momento, desorientados, por la habitación, después, como dos puñales verdes se clavaron, sonriendo como el Laughing Cat de Alicia, en mí. Dijo Violenta:
—¡Holá! ¿Estudiando tu conferencia?
—Buscando información para rehacerla completa.
—Andá, dejala. Vos sos inteligente y la das vuelta así— hizo un gesto chasqueando los dedos. —Ahora descansá. ¡Vení!— y se tiró de espaldas en la cama, riendo. Se metió los dedos en el nido azul de chercán y se sacó algún sujetador que no alcancé a ver, mientras sacudía la cabeza. El pelo lanzó brillos y culebreos azules y el escote que le llegaba al ombligo, más que sus detalles exóticos, me llamó al impulso irresponsable. Ella dijo:
—Pedí que nos mandaran quesos y fiambres con un vino francés.
—¿Vino francés? ¿Qué es eso? ¿No te das cuenta que en Francia todos los vinos son franceses?
—¡Y! Lo mismo me dijo el conserje, ¿viste?.
—Bueno ¿Y? ¿Qué vino pediste?
—Le dije: “¡Sorprendeme!”
—Sos loca— le respondí, imitando su acento, y decidí serlo también. Me lance a la cama al lado de ella. Entre risas y bizqueando los los ojos verdes, a juego con el lápiz labial dijo:
—¡Jaja! Creo que entendí que nos iba a mandar un Syrah Cortes del Ron. ¡Jajajaja!
No supe cómo, ni en qué momento se dio: De repente vi mi mano que buscaba debajo del amplio escote, escalando sus pechos hacia la cúspide. Pensé que estaría turgente, pero me encontré con una roca. La sorpresa me hizo decidir que ya no trabajaría en mi conferencia, porque empezaba a anochecer. Con el último resto de remordimientos que me quedaba le pregunté:
—¿Por qué?.
—Siempre quise hacerlo con luna llena en París...
—¿Y por qué no Balcárcel que es un poeta laureado?
—Hacerlo con un boludo es no hacerlo—dijo.
—¿Y quién dijo que yo no soy un boludo en la cama?
—Pero al menos tenés las manos grandes...
—¿Y eso qué? Tienes los pechos pequeñitos, cabrían casi en las manos de un niño.
—¡Sos un boludo! Pero me lo debés desde Buenos Aires, ¿viste?

El vino era de una marca parecida a lo que Violenta entendió. Después supe que era un Syrah bastante barato, aunque el hotel lo cobró casi a tres veces el precio del comercio. Calculé que nos habían catalogado como bastante arruinados, pero reconozco que el vino, no sé si por sí mismo, o por la situación se dejaba tomar con agrado, casi de mascar. Así fue que en los albores de la primavera de París, viendo aparecer la luna llena, perdí la conciencia: La de la vergüenza, la del deber, la del pudor y la del conocimiento.

Lo último que recuerdo de esa noche de lujurias son los ojos de serpiente, serenos de Violenta, mirándome hipnóticos y la boca que ya casi no era verde diciendo con voz arrastrada:
—Valió la pena esperar tres meses...— mientras yo cantaba como un idiota:
—The loveliness of Paris seems somehow a sadly game...
No sé cuando pedimos más vino y quesos. O sólo lo soñé. También me parece haber soñado con Packi desnudándose junto a la cama y gritando, mientras sus moños se agitaban:
—¡Hazte a un lado maña! ¡Hazte a un lado!

A alguna hora, creo que de amanecida, porque ya no se veía la luna en la ventana, me levanté a orinar al baño. El desorden de mi habitación era monumental. Había muchas botellas de vino, no todas de Côtes du Rhône, y bandejas y platillos y cuchillitos y tenedores, por todas partes. En algún platillo un pastel de crema a medio comer, que no formaba parte de mis recuerdos. En la cama había una variedad de piernas y brazos, pelos de colores y más. En el suelo había ropa de mujer, unas zapatillas de esas gruesas, macizas, que usan los jóvenes para andar en patinetas, pero de una numeración pequeña, quizás treinta y cinco o seis. A los pies de la cama un plato con restos de arroz con huevo, todo insólito, pero en el contexto del posible sueño en el que me movía, era todo aceptable, de manera que oriné con la luz de la luna y volví a la cama. Recuerdo que al hacerme un lugar ahí, pensé en gatos: Los gatos se apelmazan unos con otros para mejor dormir, quizás para conservar el calor o por una cuestión de gregariedad. Lo mío no era de esa naturaleza.

Al otro día desperté con la cabeza abombada. Abrí apenas los ojos y la luz era tenue. Me dije que aún era de amanecida. Vislumbré allá en un rincón la zapatilla que me había llamado la atención, siempre en el ámbito del umbral, entre el sueño y la vigilia. No recuerdo haber visto el desorden de platos, bandejas, botellas y arroz con huevo, pero todo eso no tenía ninguna importancia al amanecer y pensar en ello con dolor de cabeza era absurdo, así que cerré los ojos para esperar que llegara la mañana. Cada tanto, no sé si después de dos minutos o dos horas, volvía a abrir los ojos y siempre me pareció que el tiempo transitaba en sentido inverso. Es decir, que en vez de estar cada vez más claro, había cada vez menos luz. En algún momento esto me alertó; abrí los ojos y vi en un rincón de la ventana la luna llena y amarilla, de manera que deduje que aún era de noche y volví a dormir. Pero algo me decía, de modo insistente, que debía pensar en cómo podía ser que el tiempo estuviera retrocediendo, sin embargo todo era parte del sueño en cuya sima volvía siempre a caer como en un despeñadero. Al fin, en un esfuerzo supremo de voluntad, me sobrepuse al peso enorme de la piedra que tenía dentro de la cabeza y me senté en la cama. Ahora estaba solo, como si toda la diversión y compañía que había tenido nunca hubieran ocurrido. Lo único que las atestiguaba era esa enorme piedra que me pesaba en la mente y la zapatilla de mujer para patineta que había junto al silloncito. Por lo demás, todo estaba en orden, incluso mi propia ropa que recordaba haberme quitado de manera precipitada, o al menos desordenada. Tomé entonces el teléfono de la mesita y me comuniqué a recepción. No me llamó la atención que me saludara con un “Bon nuit” porque no tengo costumbre del saludo francés, de todas maneras pregunté:
—Mmselle, S'il vous plait, quelle heure est il?.
—Son las diez y veinticinco, señor— me dijo en un castellano mucho mejor que mi francés, que de seguro fue el motivo de su cambio.
—Pero...— dije desorientado. —¿Por qué está oscuro entonces?
—Señor—, dijo en un tono compasivo, —son casi las diez y media de la noche.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! No puede ser...
—Lo lamento, señor. ¿Desea algo más?
—¡Mierda!— repetí —Disculpe; no, ¡muchas gracias!
Ya no tenía sentido ningún apuro, así es que me metí debajo de la ducha durante mucho rato, pensando en las consecuencias de haber faltado a la conferencia comprometida. Sólo me conformaba el hecho que estas conferencias no tenían más sentido que promover mi propia figura de autor, así que al fin me dije: “¡A la cresta! ¡Mala cueva!” y salí de la ducha no del todo repuesto ni convencido, pero al menos con un lema y pensando en Barthes me dije “Quizás ya sea un autor deconstruido”.

Me fui a la habitación de Violenta. Golpeé la puerta pero no contestó nadie. Después de dos veces, abrí suavemente. Adentro dormía plácida, contradiciendo hasta su nombre. Lo intenté en la puerta vecina, la de Packi, pero no había nadie, tampoco en la de la Boricua ni en la de Balcárcel. Bajé entonces al bar a comer algo y pedí una mineral.

—¡Andá! Al fin aparecés...— me dijo Heraldo que se había sentado a mi lado.
—No me digas nada. ¿Qué pasó?
—Mirá, en definitiva no pasó nada. Packi dijo que vos estabas enfermo y que no podías dar la charla, pero que le habías encargado leerla para ellos. Leyó no sé qué pavada sacada de la internet, que le tomó veinte minutos, volvió a disculparse por vos, agradeció a todos, abrazó a algunos conocidos y todo fue risas y alegría, ¿viste?.
—¿Y Violenta?—.
—¡Y! ¡Todavía duerme! Parece que le diste duro con el mazo—.
—¿Y a ti, cómo te fue?—
—¡Y bueno!— dijo algo sobrado, encogiéndose de hombros. —Yo dormí con la Boricua: ¡Qué culo, boludo! ¡Qué culo!— y expresó con las manos un tamaño que juzgo exagerado, y concluyó —¡Y cómo lo movía!—.
—No. ¡Estúpido!. Me refiero a tu presentación—.
—¡Ah! ¡Eso! Bien... bien... sí—.
Concluí que había tenido una noche más feliz que su presentación, así es que no insistí más en ese tema. Para consolarlo, tal vez, le pregunté:
—Y la Boricua: ¿Qué?—.
—Tenían que estar mañana temprano en Barcelona, así que terminando aquí se fueron.
—¿No dijeron nada? ¿Algún recado?—.
—Nada. Packi le quitó importancia, dijo: “Ya se sabía. Siempre es igual”—.
Me despedí y me fui a caminar por París de noche. No tenía sueño después de haber dormido casi veinticuatro horas seguidas, gran parte de las cuales estuve bajo el peso de una enorme roca que rodaba dentro de mi cabeza y sobre la que bailaban un paquidermo con un hipopótamo. El aire de la oscuridad en primavera sería como un bálsamo. Caminé por el rumbo que creí que me llevaría al Sena. Imaginé caminar de noche a sus orillas y me dije que tenía que valer la pena. Así que anduve varias cuadras, pero no llegaba. En alguna parte vi la hora y ya pasaba, largamente la medianoche. “Otras tres cuadras” me dije y si no llego, me devuelvo. Anduve cinco y no había Sena ni siquiera en la distancia. Me cruce con otro caminante, que iba en sentido inverso y le pregunté:
—¿Falta mucho para el río? (Creí haber usado un correcto francés. Dije: “il faut beaucoup par arriver a la riviere?”)—. Sin sacar las manos de los bolsillos, ni detener el paso, dijo algo en un tono que creí agresivo y que no entendí: “...est ton cochon...” o bien “...va t on coucher...” o quizás “... va t on coucher un cochon...”, con los labios muy apretados contra los dientes, como cuando uno insulta en castellano. Por si acaso, sólo dije:
— Ah, mercí bocú— y seguí andando. Mas tarde, al llegar al hotel supe que el río estaba hacia el otro lado. Riéndose de mi, el recepcionista me dijo que de haber seguido habría llegado al fin a la “rive droit”, pero después de mucho.

Al día siguiente partí solo, porque tenía un vuelo diferente que los argentinos. Me cobraron la cuenta de cinco botellas de vinos, cuatro bandejas de quesos y fiambres, dos pasteles de nombre francés de intenso misterio y un plato de arroz con huevo que imagino que se comió Packi, si es que estuvo en mi habitación (no lo recuerdo), porque Violenta dijo que a ella le caía pesado.

Balcárcel se despidió siempre sonriente y me dijo, no sé por qué:
—Sos un caso— y me abrazó afectuoso.
Violenta también. Se apegó mucho a mí, hasta el punto que me turbé. Me besó en la boca con la suya, ahora azul, como el pelo y me dijo:
—¿Y qué si nos enamoramos, vos?
—¡Jajaja!— me reí y me fui rápido.
Más tarde, solo en el avión, me sentí frustrado y maldije al sapo que se murió. Al rato me quedé dormido y el sapo desde su catafalco de lata se asomó y me dijo:
—No me cobres a mí la cuenta. Yo sólo soy un artefacto, o una superstición. Tú sabías a donde ibas y por qué. Cuando tú me sacaste de mi charca yo sabía que mi riesgo era morir comiendo caca de perro; los sapos lo sabemos. Así, también, cuando partiste sabías que ibas a festejar la muerte del autor. La diferencia es que tú fuiste voluntariamente.
—No— le respondí. —A mí también me sacaron de mi charca.
—A veces— dijo —es tanta la felicidad del sapo—.
Después no recuerdo nada.



Kepa Uriberri


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