La extraña muerte de Orlita Olmedo

Fragmento

A su hermana le contó, mientras se echaba a llorar, que habían festejado el matrimonio con los testigos, y después se la había llevado a un motel, para estar solos. "Yo siempre la respeté mientras no estuviéramos casados, hermana" le había contado. "No sabes, hermanita lo que me costó. Tú, ni nadie sabe lo que me costó respetarla tanto. Y cuando por fin estamos juntos, ahora que nos casamos, resulta que no era virgen, hermana. ¡No era virgen!. ¡La muy puta se acostaba con el Pato ese!". "Yo lo quise consolar" me contó ella, "le expliqué que era de esperar en tanto tiempo de relación con ese joven, que se conocieran íntimamente. Que eso de la virginidad, y en fin, era más un ideal que una realidad, y que en Orlita se notaba una chiquilla buena y pura. Pero entonces no lo entendió. No sé si más tarde. Pero creo que siempre tuvo esa espina clavada".

"Me dijo que la había dejado a ella en su casa, y se había venido caminando, hasta acá, parando de bar en bar, tratando de entender su suerte" me contó. En el primero se tomo una cerveza y maldijo. En el segundo se tomó dos cervezas, maldijo, y decidió no pensar más en el asunto. Mientras caminaba, en la noche fría, la idea de haber sido engañado lo asaltaba una y otra vez, entonces pensó que tenía frío, y entró en otro bar pensando en pedir un café grande. Así lo hizo, y agregó un vaso de pisco fuerte, para el frío, que vertió dentro del café. Mientras se tomaba el café pensaba en Orlita, entregándose en brazos de otro, una y otra y otra vez. Pensaba: "Yo que soy su marido, la he tenido una sola vez, una corta tarde, mientras otros han gozado de ella hasta hartarse". Entonces se pidió otro vaso de pisco. Cuando iba a la mitad sintió la necesidad de pensar intensamente para evitar el mareo: "Tengo que aclarar, rápido, mis ideas, para no emborracharme". Así fue que calculó que la había tenido desnuda junto a él durante dos horas y diez y ocho minutos. Durante ese rato habían estado unidos carnalmente, tan sólo unos veintitrés minutos. "¿Cuanto, crestas, habrá estado con otros?" se preguntó. Concluyó que le faltaban datos para determinarlo, y eso lo desesperó. La desesperación lo llevó a pensar que necesitaba otro vaso de pisco, pero se dio cuenta que la cabeza se le caía a un costado, y tuvo temor de dormirse ahí, en la mesa del bar, completamente borracho, entonces decidió que un vino blanco, bien helado, sería suficiente. "Tráigame también una paila de huevos con jamón" habría dicho, pensando que con el estómago lleno se sentiría recuperado. "Con una marraqueta" agregó, pensando que el pan absorvería el alcohol. Mientras consumía el pedido trató de estimar qué tan contaminada estaría Orlita, de otros hombres. Supuso que, probablemente, no destinara tanto tiempo a la actividad como con él mismo, con otro que no estuviera casada, entonces se dijo que un rato prudente podría ser de una hora y veinte minutos, para hacerlo una sola vez. Pero luego recortó el tiempo hasta cuarenta minutos: "Ese sería un tiempo suficiente. Más es suponer demasiada lujuria" pensó. Asumió que si lo había hecho varias veces con el mismo hombre, ya no tendría tanto misterio, así pues, la relación carnal íntima podría tomarles, talvez, hasta catorce minutos, el doble que a él mismo, debido a su propia abstinencia, que lo hacía tender a la precocidad. "Digamos" reflexionó, "que durante el primer año sólo lo haya hecho una vez". Sintió que el huevo con jamón le caía algo pesado, y creyó que era porque estaba pensando en cosas desagradables. Entonces hizo un alto, y llamó al mozo: "Voy a vomitar al baño, y vengo en seguida" le explicó; "no te llevís nada de esto, que es mío, y tengo que resolver un problema súper complejo". La inmundicia del baño fue un colaborador eficaz. Dio vuelta el estómago con una velocidad impresionante. Luego se lavó el sudor frío de la cara y el cuello, se mojó el pelo, y con un papel higiénico empapado, se lavó el sudor del pecho. Algo más aliviado, y con el sentido del pudor más firme, volvió a su mesa esforzándose ahora por dar una buena impresión de sí mismo, aún cuando estaba solo. A pesar de todo, sintió que se caía de poto en su silla, más que sentarse dignamente. "¡Maricona!" dijo. "Sigamos: En el segundo año, se habrán atrevido unas tres veces, al siguiente, una vez al mes, y el último unas veinte. Total treinta y seis, ¡por la mierda!". Apoyó la cabeza en ambas manos, y miró con asco el huevo que ya estaba frío. Así que tomó el vaso de vino, y se tragó la mitad de un viaje. Lo dejó de golpe en la mesa, y gritó: "¡Mozo!". Cuando el mozo se acercó, le dijo, con los ojos turbios: "Un día entero... ¡un día completo!. ¡Te dai cuenta hueón!". "Perdón señor..." dijo el mozo sorprendido, "no le comprendo". "Huevón: ¡un día entero!, ¡completito! con mi mujer personal, mía, el chuchesumadre en pelotas. ¿No te dai cuenta lo que es eso?", y agregó, mientras se le tambaleaba la cabeza de uno a otro lado: "Siete horas y cuarenta y ocho minutos..." y miró al infinito turbio de sus sensaciones. "¿Cómo, señor...?" dijo el mozo. "Culiar y culiar, culiar y culiar... pos huevón" agregó Ociel en tono miserable. El mozo chasqueó la boca, comprensivo, y dijo algo apropiado. "Tráeme una cerveza schop grande" dijo Ociel, "y llévate todas estas huevás".
- Yo creo, señor, que mejor será que le traiga la cuenta. Si no, usted se va a quedar dormido aquí, y le van a robar.
- ¿Tú creís que yo soy tonto? - respondió Ociel enojado -. Sé perfectamente cuanta plata tengo, huevón, y nadie me va a poder robar. ¡Ya!. ¡Partiste!. Trae lo que te dije...

El mozo se retiró, y habló con el mesonero del bar, mientras ambos observaban a Ociel. Finalmente, el mesonero, encogiéndose de hombros, sacó un schop de debajo de la barra, lo llenó de cerveza, de la máquina, hasta que la espuma cayó por un costado, y lo dejó sobre la bandeja del mozo. Cuando éste último se lo puso delante a Ociel, él se metió la mano al bolsillo del costado de la chaqueta, y sacó con dificultad un pequeño fajito de billetes azules, los miró, y los tiró sobre la bandeja del mozo.
- ¡Toma hueón! - dijo - págate el consumo, saca tu propina, y lo que te sea necesario robarme.
El mozo se sonrojó, sacó dos billetes azules, y le devolvió el resto a Ociel. - Con esto alcanza, señor.
- Entonces tráeme la cuenta detallada, si me haces el favor, huevón...

Intentó tomar un sorbo, pero no fue capaz de llevarse el schop a los labios, así que lo bajó, y se quedó mirando largo rato al frente, ausente.

"Sólo sé" le dijo a la hermana, "que después estaba en otro bar, sentado en la barra, con un agua mineral al frente, y un hotdog italiano mascado en una mano". Dijo que no recordaba cómo había llegado, "pero cuando fui a pagar, me di cuenta que me faltaban más de treinta mil pesos". Para refrescarse había hecho todo el resto del camino a pie, y había vomitado seis veces.

"En todo caso, no tengo recuerdo preciso de cuando fue, ni hicimos festejo, ni nada, del matrimonio del civil" concluyó la hermana.

En resumen...

En el cementerio existe un mausoleo en el que un precioso ángel vestido de novia espera frente a un altar de piedra, con un ramito de azahares frescos entre las manos. Cada semana visitan este mausoleo las novias recién casadas y se fotografían junto al ángel, después de la ceremonia del matrimonio. Como un rito de buena suerte en el amor le dejan un nuevo ramito de azahares, o un muñequito de peluche y otros fetiches.

El mausoleo cobija los restos mortales de Orlita Olmedo que murió frente al altar, después de dar el sí, para siempre. Su rara muerte dio inicio a una leyenda y al rito de las novias que la visitan el día de su matrimonio.


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