El TestimonioNovela |
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La enfermedad el escritor |
El testimonio que se me ha pedido no puede ser reflejo de la verdad completa que se pretende dilucidar, si no se establece antecedentes, quizás demasiado antiguos, pero que son causa del resultado que en este proceso se pretende alcanzar. Así, entonces, lo que sigue es la verdad que conocí y puedo revelar: No recuerdo de él, nada. Sólo conservo el falso seudónimo que utilizó tanto, para participar en esos certámenes y concursos que nunca se ganan. Siendo éste, un nombre cualquiera, fue en todo caso, demasiado característico, así es que, no siendo importante, lo llamaré, en vez: Rubirosa, que es un nombre por demás común, y no demasiado frecuente, lo que lo reflejará bien. Rubirosa, como tantos otros, escribía. Escribía cosas cotidianas, ya que no era en modo alguno universal, sino todo lo contrario: un tipo cualquiera. La verdad es que, como ya dije, es tan poco lo que recuerdo de él, que no sé donde lo conocí, ni de donde era. Pero, en todo caso, Rubirosa pudo ser de cualquier parte, tal vez de Roma, o de París, lo mismo que de Sonora o Jujuy, o quizás de Ilo, o Guayaquil, Madrid, Temuco, la Manchuria, Coyhaique o incluso Samarkanda. Cualquier lugar le habría venido bien, siempre que hubiera un barrio, una tienda, una librería, un puente, algunos vecinos que no tenían necesidad de ser cultos o ricos, ya que Rubirosa se sentía igual de cómodo con el pordiosero que suplicaba a gritos, a la salida de la estación Salvador del Metro: "¡¿Quien me lleva pa Bilbao?!", y era capaz de pagarle un taxi, y llevarlo a la calle Bilbao, en la esquina con Condell, y conversar de temas profundos que incluirían a Sartre, y Cioran, o la derrota de Boca, o algo tan frívolo como el matrimonio del príncipe con su eterna amante. Le bastaban estas pequeñas cosas, y el canto tardío de los zorzales en el ocaso, y en el amanecer bohemio, a Rubirosa, para sentirse satisfecho. Recuerdo aquella tertulia, en que alguien, no guardo memoria de quien, pero sí sé que alguno de esos que requieren ser bohemios, requieren de la universalidad, del patriarcado, de las libertades de uno u otro lado, del saber eterno, del mejor mérito, ese que vale, y no aquel que hace currículo, sino el que lleva voz cantante; uno de esos, en esa tertulia, después de beber copioso whisky, bastante ron blanco con gotas de limón amargo, y azúcar en el borde del vaso, o ron dorado con gaseosa le preguntó: "... Pero dime tú, Rubirosa: ¿Tú por qué escribes?". Rubirosa, que no bebía Ron, ni whisky, ni pisco, tampoco tequila, o coñac, ni jerez, sino solo vino tinto, y prefería el syrah, por ser más seco, y como decía él: "Más cercano a la tierra y a la prosa"; se quedó mirando con intensidad la superficie quieta de su copa, y jugó a barrer miguitas de pan con el meñique. Luego clavó una con la yema del mismo dedo, y la masticó entre los incisivos, hasta el cansancio; entonces miró sereno al que preguntaba y dijo: "Sería preferible dejarlo así". Un silencio profundo había caído sobre la mesa de la tertulia, y sobre el castaño, algo más allá, un zorzal festejó con tres notas dulces. "Pero dime, Rubirosa" insistió el otro, "¿Tú: Para qué escribes?". No estoy bien seguro, y temo equivocarme, sin embargo me parece que Maladroit estaba ese día en la tertulia, y aun si no era él, cualquiera a quien hoy mi gastada memoria confunde con Maladroit, se cubrió la vista con una mano, y movió, ostensiblemente la cabeza, de uno a otro lado, en un gesto de clara desaprobación. Rubirosa, siempre con la vista fija en la superficie de su vino tinto syrah, acercó su dedo cordial hasta humedecer la yema en el licor, y dibujó, en torno a la miga de pan, con que su meñique había jugado, un círculo tenue e imperfecto. Luego, levantando su mirada serena hasta quien le interrogaba, dijo: "Sería preferible dejarlo como está". "Es que, Rubirosa" insistió el otro, haciendo omiso caso de la excesiva paciencia del interrogado, "quisiera saber: ¿Para quien escribes tú?". Maladroit, o tal vez Botero, si por acaso era Botero quien también nos acompañaba en esa ocasión, o tal vez Czsakosztakowicz, a quien por abreviar decíamos el "Cosaco", intentó distender la situación, y llamó al mozo: "¡Ea... Garabito!: Sírvenos otra ronda, toda de lo mismo, y me la cobras a mi". De inmediato estalló la algarabía en la mesa de la tertulia, y todos a una, levantaron la voz, y comenzaron a hablar de otras cosas. Rubirosa, que en caso alguno era un cobarde, ni quien escapara con malas artes de los desafíos, sino todo lo contrario, era un hombre íntegro, que enfrentaba la vida en lo que ésta le deparaba, continuó mirando la superficie quieta de su syrah, mientras con ambos índices jugaba lentamente con el pie de la copa. Cuando la algarabía hubo cesado, Rubirosa levantó la vista hasta su interrogador, a quien miró sereno, mientras bebía un largo sorbo de su vino tinto. Sin quitar la vista de la suya, dejó la copa sobre la mesa, y por tercera vez dijo: "Habría que dejarlo, preferiblemente así...", pero esta vez no le quitó la vista de encima al interrogador, y agregó: "... Pero siendo que insistes, sin pudor ninguno, me veré obligado a responderte ordenadamente". Luego apuró el resto de su copa, y comenzó a relatar lo que, si mi ya tenue memoria no me falla, referiré aquí, como la historia de Rubirosa. Quienes lo hayan conocido, y en especial, quienes hayan compartido esa tertulia con él; sobre todo aquellos que estuvieron aquel día que el zorzal, después de dar sus tres últimas notas dulces en el castaño, que sombreaba nuestra mesa, cayó muerto junto a la copa de syrah de Rubirosa, serán testigos de que no miento en nada, y que sólo puedo equivocar alguna circunstancia pues la memoria ya es frágil. ¡Nada más!. Toda la gente de su familia, y casi diría toda la gente de aquel entonces, nació hasta el año mil novecientos cuarenta y siete. Sus contemporáneos, y la gente de su generación, entonces, incluso sus compañeros de juegos, y de correrías, habían nacido el año mil novecientos cuarenta y siete, salvo algunos que lo habían hecho el cuarenta y seis o excepcionalmente antes. Las consecuencias de la guerra hicieron que la gente prefiriera no tener hijos, hasta pasado mil novecientos cincuenta y cuatro, cuando ya la guerra era nada más una anécdota de sobremesa. No obstante ésto, el padre de Rubirosa que, como después Rubirosa mismo, era un hombre de sangre mucho más caliente, no pudo sostener el compromiso tácito, y preñó a destiempo a su mujer, con lo que este hijo tardío fue el único que nació en el año sagrado de mil novecientos cuarenta y ocho, por lo que siempre fue excéntrico y diferente. Los hermanos de Rubirosa se dividían entre los que habían nacido antes que él mismo, que eran siete, y los que habían nacido desde mil novecientos cincuenta y cinco en adelante, que fueron veintinueve. Rubirosa siempre sintió que su familia se estructuraba así, lo mismo que el mundo todo: Los grandes, o mayores, que habían nacido hasta el cuarenta y siete. Los niños, que habían nacido desde el cincuenta y cinco, y Rubirosa. Este hecho lo marcó, y lo hizo un ser silencioso, reconcentrado, pensador, tercerista, y radical. Nunca estuvo de acuerdo con nadie, pues siempre veía las cosas desde mil novecientos cuarenta y ocho, mientras los demás las analizaban cómodamente desde mil novecientos treinta y nueve, o desde el cuarenta y tres, incluso desde el mil novecientos catorce, y cualquier otra posición que se sabía compartida por muchos. En cambio Rubirosa siempre estaba solo, y tenía una mirada única, de mil novecientos cuarenta y ocho. Cuando los del cincuenta y cinco, en adelante, ya tuvieron edad de merecer, todos creyeron que Rubirosa cambiaría, pues habría gente más joven, que podría ser influenciada por él, y esto haría que dejara de ser un solitario. No fue así. Rubirosa siempre tenía opiniones diferentes, novedosas, inteligentes, e incluso sorpresivas, pero sus ideas nunca llegaban a convencer a nadie, pues la influencia de los demás, todos muy distintos y anteriores a Rubirosa, eran vistos como si tuvieran una mayor y mejor experiencia. Y después, con el tiempo, todos los jóvenes, posteriores a Rubirosa, tenían opiniones renovadas, e ideas frescas, que eran en todo caso, mucho mejor recibidas que las de Rubirosa, que eran de suyo antiguas, aunque nunca tanto como para contar con ese intenso barniz de experiencia que tenían los mayores, que superaban en edad, todos ellos, a Rubirosa mismo. Así fue como su soledad y unicidad se acendró profundamente. Rubirosa pudo ser un gran conversador, pero siendo el único de su clase, sólo resultó ser un gran contradictor, un intenso polemista, que sólo sostenía conversaciones sosegadas consigo mismo, y sólo en los momentos quietos o de recogimiento, pues en los otros estaba siempre reflexionando profundamente, o adquiriendo experiencias que resolvía de un modo diferente y particular. Así fue que un día Rubirosa notó, que por las mañanas, cuando se sentaba al retrete, como hacen todos los que han nacido en mil novecientos cuarenta y ocho, comenzaba a relatarse a sí mismo fantásticas historias que tejía con las fantasías que nacían de su experiencia cotidiana, o de los sueños de la noche anterior, o de sus aspiraciones que jamás confesaba, pudorosamente, a nadie, o de todos estos componentes unidos. Por ejemplo, se sentaba en el retrete, y recordaba que tenía dificultades para pagar el arriendo del departamento. Recordaba, entonces, que había comprado un boleto de lotería, que se había tirado la noche anterior, del que no sabía los resultados, entonces se decía: "¡Bueno!... Supongamos que este huevón se ganaba la lotería, con lo cual, su mujer, que era aficionada a la vida buena, al bien comer, y al exquisito ocio, lo obligaba a dilapidar esa pequeña fortuna con su familia de ella, en viajes, fiestas, lujos inútiles y todo aquello que hace escurrir el dinero más rápido que el agua. Estaba entonces sentado, en este retrete asqueroso, y justo pequeño, de modo que la punta íntima le toca en el borde de la loza donde todo el mundo gotea sus últimos orines, cuando oye que le golpean la puerta con fuerza. ¿Quién es? pregunta. ¡Don Jacinto! responde el de fuera, vengo a cobrar el arriendo dice". Así seguía su propio relato, hasta que terminada su faena, se secaba las manos, colgaba la toalla, y salía de la pieza de baño, consciente que si bien sus historias eran fantásticas, nunca eran favorables a sí mismo, sino todo lo contrario. En aquel tiempo, las historias morían en el retrete, o en la ducha, o en el mejor de los casos, en la tibieza de una almohada insomne. Cualquier día, al sentarse en el retrete, y sentir la loza fría en su punta íntima, quiso continuar la historia no concluida en la sesión del día anterior, recordada sólo por este prosaico evento. Había olvidado, sin embargo, todo el detalle de la historia. Entonces decidió reconstruirla, y escribirla. Desde ese día, entra al retrete con papel de escribir, y lápiz. Al llegar a este punto de su relato, Rubirosa invitó a Garabito a rellenar su copa. Hecho ésto, aspiró el aroma del syrah, profundamente, y mientras giraba la copa, miró con serenidad a su interrogador, penetrando en sus ojos hasta lo profundo de su insolencia, y dijo: "Por eso escribo: Por no olvidar mis ficciones. Ellas encierran la esencia de toda mi sabiduría. Si no fabulara, no tendría sueños". Luego bebió lentamente, y continuó su relato. Desde ese día, ha llegado a escribir más de cuatrocientos noventa tomos de siete cuadernos de setenta páginas cada uno, sin desechar nada de lo escrito, ni publicar de ello, ninguna cosa. Todas las mañanas escribe una nueva ficción, y todas las noches lee al menos una de las que ha escrito anteriormente. Cuando necesita, puede llegar a leer hasta ciento cuarenta y cuatro de ellas en una sola noche, y recordar ideas olvidadas, reflexiones mudas, amores pasados, o revoluciones ficticias, en las que nadie creyó. Ha tejido de este modo, la explicación del universo, una teoría racional sobre el panteísmo, ha destruido el pensamiento del antiguo hereje Mendíqueas, ha reconstruido los preceptos de los iconodulos, y ha escrito, al azar varias obras dramáticas que luego han sido atribuidas a oscuros demiurgos, que con ellas han saltado a la fama. Al suceder estos eventos maravillosos, siente correr ciertos fluidos inmateriales por los conductos interiores de su organismo, que le hacen sentir la plenitud de la vida. Entonces corre por los parques dando pequeños saltos, y aplaudiendo brevemente, como un loco. Luego da pequeños grititos guturales que por supuesto nadie que no haya nacido en mil novecientos cuarenta y ocho podría llegar a comprender jamás. También a veces siente que le tiritan los hombros, y ésto le produce un cierto placer sensual exquisito, entre caricias y fríos. Todo ello le produce placeres escondidos muy superiores a la mera alegría, que él, irresponsablemente, califica de instantes de felicidad, aun cuando algún idiota lo calificó de, tal vez, mera epifanía. El relato de Rubirosa había tomado una fuerza insospechada, al punto que todos, no sólo en nuestra mesa, sino también en las de la vecindad, se había congregado gran número de artistas, y actores que pasaban a los canales de televisión, para sus frívolas actuaciones, y no habían sido capaces de continuar su viaje, y se habían quedado a escuchar. En las mesas más alejadas, algunas hasta más de una o dos cuadras, había repitentes, que escuchaban a otros repitentes más cercanos, que a su vez escuchaban a repitentes más cercanos, y así sucesivamente, y que iban relatando con cierto defase el relato de Rubirosa de modo que todos pudieran seguirlo hasta en sus más finos detalles. El castaño junto a nuestra mesa, se había llenado de zorzales que cantaban sus tres dulces notas, y luego morían en las manos del relator, que los acariciaba con ternura, y se los regalaba a las mujeres embalsamadoras, que ya lo rodeaban. En los castaños más alejados, había zorzales que esperaban su turno de acercarse, para morir en las manos de Rubirosa. En los castaños más lejanos, más allá de una cuadra o dos, otros pajarillos que no eran de mil novecientos cuarenta y ocho, esperaban con paciencia, a que murieran todos los zorzales, para tener su oportunidad. Entonces Rubirosa, con los ojos llenos de ensueños, y plenos de serenidad, miró a lo lejos, y como si todos fueren a comprender su sabiduría, dijo: "Para eso escribo. Para alcanzar esos momentos felices. Cuando llego a ellos, pienso que se puede dejar de ser un solitario, y que muchos pueden llegar a compartir esta sabiduría que me mata de excesos día a día. Que todos estos que están aquí harán suyas estas, mis ficciones, y serán felices conmigo. Tal vez entonces, siempre sea mil novecientos cuarenta y ocho". Un silencio casi sagrado, se había apoderado de ese barrio perdido, más allá de todos los océanos, allende las más altas cordilleras, en la esquina última de los mundos personales, en algún país tan fino que casi no se le puede ver, y permanece clavado a los mapas finales como un estilete, en esa ciudad acrecida de todos los pequeños pueblos que la rodeaban, detrás de todas las calles, al atravesar el último de los ríos, ahí en esa mesa con mantel de hule, bajo un castaño antiguo, sentado en sillas de dura madera de pino y paja brava, Rubirosa había, finalmente, roto el encanto de mil novecientos cuarenta y ocho, y era al fin, escuchado por los demás, y valorizado como único y sabio. Así fue que terminó su última copa de syrah, "hasta más verte" como dijo mirando el fondo de la misma, y poniéndose de pie se retiró de ahí, dejando a todos maravillados. Entonces el interrogador lo tomó del brazo, atajándolo, y con voz de triunfo le dijo: "Rubirosa: Aun no has respondido la última pregunta. La más importante", su mirada era desafiante. Insistió: "Rubirosa, di: ¿Tú, para quién escribes?". Rubirosa sólo lo abrazó, y luego mirando la íntima rabia escondida en el fondo de los ojos de ese hombre, que no lo comprendería nunca, le dijo: "¿Aun no lo entiendes?. Sólo escribo para mi. De ese modo serán muchos quienes quieran leerme, aun cuando no digan nada". Y se alejó de ahí.
A partir de ese día hubo muchos y muchos que querían leer a Rubirosa, entonces el acudió a los editores, a las imprentas, a revistas y diarios, a los críticos, a los famosos, a los centros de cultura y a los gobiernos, a los promotores de valores jóvenes y antiguos, participó en premios y certámenes, en concursos y postulaciones, buscó becas y pasantías, pero nadie tenía interés ninguno en cómo las cosas se veían desde mil novecientos cuarenta y ocho pues existía el concepto tácito que aquel año no existía o al menos estaba vacío, por completo, de importancia para la humanidad o de las soluciones de posguerra, o de la modernidad o de su postmodernidad correspondiente y más. Fue así que si mis recuerdos no fallan, Rubirosa se acercó a la Librería del Puente, y ofreció a Don Manolo sus manuscritos completos, para que este los diera a la venta ya fuera directamente o en forma de copias al carboncillo, o cualquier método que decidiera. Sólo le interesaba mostrar a quien fuera, como una reivindicación de mil novecientos cuarenta y ocho, su punto de vista para evitar por siempre ser interrogado nuevamente en forma tan malévola. Kepa Uriberri![]() |
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