El TestimonioNovela |
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Epílogo |
El abogado de Rubirosa logró dilatar eternamente el juicio. Tal vez no tenía ninguna fe en un veredicto definitivo. Sin importar cual fuera la verdad o la culpa, el veredicto social, tal como él mismo lo había dicho, lo había condenado. La pena fue el olvido y la ignorancia. De ese modo fue que Rubirosa, con el tiempo, se asomaba a la ventana del taller de Mauretti sólo con una ilusión que la Carrascales compartió con él durante años y años, sentada en sus rodillas: Que la gente lo recordara. Pero con el tiempo ya no fue capaz de sostenerla y dejó de conversar. Se pasaba el día mirando todos sus sueños perdidos a través del ventanal de luz del taller, mientras la Carrascales esperaba su muerte. Mucho antes se dio cuenta, ella, que esta vida era peor que la muerte y huyó con Rommel Miranda. Me pasó a dejar una carta de disculpas implorando a Rubirosa que la perdonara. Me dijo que tratara de explicarle y que no lo abandonara. Él ya no podía valerse por sí mismo. Desde entonces vivió conmigo aunque nunca me dirigió la palabra. Sólo alimentaba los pájaros en su ventana y parecía conversar con ellos en medias palabras mezcladas con gorjeos y silbidos. Así fue hasta el día de su muerte. Ese día sólo puso sus manos vacías sobre el alféizar de la ventana y dejó que los zorzales se subieran en ellas y le picotearan las palmas. "No tienen ninguna culpa, ninguna" decía insistentemente. Me acerqué a preguntarle qué pasaba. Me miró con congoja y dijo: "Perdóname. Fue mi culpa". Recién entonces me percaté que un anillo blanquecino le rodeaba el iris de los ojos. Inmediatamente después vi que éstos querían darse vuelta para mirar dentro de sí mismo mientras las pupilas se dilataban: Había muerto. En su funeral no hubo nadie de aquellas viejas tertulias. Sólo estuvieron Camille y Honoré; ella parecía una vieja duquesa apolillada; su abogado, sorprendido de su muerte tan súbita, que sin condolerse me dijo que el caso, aún no resuelto, sería ahora sobreseído por muerte del imputado y también estuvo la hija de Olvido que lloró sin consuelo cuando finalmente cerraron la ventanilla que permitía ver su rostro cansado y verde, y lo mismo cuando el cajón desapareció bajo la tapa de la tumba. Como no había nadie que la cobijara se desmoronó sobre mi. "Él fue un padre excelente para mi" dijo. "Fue cariñoso y protector". Me confesó que las había mantenido a su madre y a ella cuando ya no recibieron más la pensión de las fuerzas armadas. "Ahora" sollozó, "ésto es lo único que me queda de ellos" y me mostró, en la palma de su mano enorme, una cáscara de caracol marino muy pulida por las arenas y el tiempo infinito del desierto. Kepa Uriberri |
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