La SociedadNovela |
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IEl edificio |
Detenido bajo la estatua de El Gañán, en la esquina de la Alameda del
Prócer con la Diagonal, don Pancho Viejo miró con orgullo el nuevo
edificio de la Sociedad. Por aquella época aún esa esquina tenía pasto
verde, un par de banquetas para sentarse a contemplar el flujo
incesante, pero todavía bucólico, de los automóviles, un par de
senderitos flanqueados de margaritas y clavelinas y la estatua que le
daba nombre a la placita en cuyo cabezal se levantaba el nuevo edificio.
Don Pancho Viejo acarició la cabeza de Panchito y le dijo: En la puerta de gruesos barrotes metálicos con ornamentos de bronce los esperaba el encargado: El "Labios Negros", administrador del edificio y sus bienes. Era una especie de gran mayordomo que recorría siempre, de manera persistente, los siete pisos del edificio asegurando su perfecto funcionamiento: Iluminación, calefacción, aseo y todo aquello que lo hacía habitable en el día, y le daba seguridad por las noches. También por las noches recorría, El Labios Negros, los siete pisos de las oficinas de La Sociedad vigilando que las puertas estuvieran cerradas, que no hubiera luces encendidas, sorprendiendo a los eternos trabajadores nocturnos, en fin. Cuando su trabajo concluía, se recogía en el subterráneo del edificio. Ahí vivía solo, como una especie de duende vigilante, que aparecía sigiloso si alguien intentaba entrar al edificio de noche, o si algún trabajador rezagado trataba de salir a través de las pesadas puertas de barrotes de fierro del portal de la Sociedad. A las veintidós horas, en punto, cada noche en invierno y verano con tiempo sereno o tormenta el Labios Negros salía del subterráneo, recorría todo el edificio, subiendo piso a piso hasta el séptimo, apagando las luces de las oficinas y cortando, en cada piso, la corriente general. Luego bajaba apagando las luces de las escalas, hasta llegar al primer piso, donde cortaba la corriente de los ascensores y las luces exteriores del edificio, incluido el gran cartel de neón que desde el techo mostraba hasta más allá del palacio de gobierno, por un lado y del Puente del Arzobispo por el otro, la ubicación precisa de la Sociedad, orgullo de don Pancho Viejo y futuro de Panchito. Más o menos a las once de la noche todo quedaba terminado.
Por las mañanas, justo cuando el sol se anunciaba, coloreando todo de
luces metálicas antes de asomarse tras las cumbres de la cordillera,
aparecía el Labios Negros en el portal del edificio; barría y aseaba el
frente de la propiedad y los senderitos de la plaza del gañán. El Labios
Negros iniciaba la rutina diaria del barrio. Parecía que él daba la
señal al camión de El Heraldo, que pasaba tirando junto a los kioscos de
diarios los paquetes con la edición del día. Al rato aparecía la señora
Chela, que bien podía tener cuarenta o noventa años. Desde siempre
tenía su puesto de diarios ahí justo frente a donde terminaba el
edificio de la Sociedad, mirando hacia La Botica. Cuando el edificio de la Sociedad quedó terminado y se hizo cargo del puesto de Jefe de Mantención, con dos sólidos palmazos en la espalda que le dio don Pancho Viejo, era pleno invierno de uno de los años más fríos que se tenga memoria. La Chelita lo encontraba de madrugada barriendo el frente del edificio con su cotona azul de trabajo, y la boca intensamente oscurecida de frío. Los labios morados parecían negros en contraste con el blanco de la sonrisa amistosa que le prodigaba para saludarla. Así fue que ella lo bautizó para sí misma con el sobrenombre "El Labios Negros".
- Buenas don Pancho. ¿Ya lo vamos a poner a trabajar? - saludó el Labios Negros, señalando a Panchito. - En fin, pues hom, aquí traigo a la familia para mostrarles las oficinas nuevas - desvió, luego, la conversación, llamando a Misia Isidora y a las niñas que se divertían despedazando las clavelinas con sus manitos delicadas, entre risas y regaños de la madre.
El Labios Negros los llevó al séptimo piso en el ascensor de la
presidencia, donde las niñas se miraron en las paredes de espejos, se
hicieron morisquetas a sí mismas, se acomodaron sus trajecitos y alguna,
de seguro Victoria, dejó marcado un langüetazo, y tiradas en un rincón
unas clavelinas destrozadas. Con la eficacia de siempre, el Labios
Negros les mostró todas las oficinas desde el séptimo hasta el primer
piso, en la medida que bajaban por las escaleras, como si se tratara de
una visita de museo. Misia Isidora debía correr siempre detrás de
Victoria que iba tomando cada cosa que le parecía curiosa: |
Kepa Uriberri |
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