La Sociedad


Novela


XXX

La venta

Miraba al niño con distraída atención y cierta complacencia. Quizás el tiempo había morigerado el daño intenso de la duda, aunque no la duda misma. Como sea, hoy, cuando ésta acuciaba se decía que el padre es aquel que cría y no el que engendra. Más aun, creía que ser padre era una decisión de quien lo era, pero basada más bien en la relación del padre con el hijo, que en su filiación. De esta manera caía en la evocación de su relación con Panchito, que había nacido del rechazo y de la sensación de no ser el padre real de la criatura; es decir su paternidad había nacido de la venganza respecto de un engaño inconfirmable que no podía evadir y por tanto del rechazo. Así, siempre tuvo, aunque ciertamente ingenuo, un tono de desquite: No le enseñó a jugar a esos estúpidos juegos de niño, sino a cultivar malas costumbres como tomarse los pies, arrugar el ceño y tirarse pedos, o a bajarse de su cochecito y tirarse al suelo, a trepar la baranda de la cuna, a riesgo de caer de cabeza y tanto más. En la medida que crecía, las enseñanzas aviesas derivaron en el lenguaje, desviándolo del inocente de los niños, donde casi cada cosa tiene una forma de nombrarla apropiada a su edad, que era transgredida hacia lo vulgar, de modo que Panchito no hacía "pipí" o "caca", sino que él meaba como un hombre mayor y cagaba, "como se debe". Era un desquite bastante tonto; pueril por decir lo menos, pero Pancho necesitaba cubrir sus dudas de este modo más inocente. Bien pudo haberle restado su cariño o atención, pero eso era muy superior a sus impulsos, de manera que su comportamiento, en vez de alejarlos y separarlos, los fue uniendo más y más, así como la vida une a dos niños malvados. Andando el tiempo, Pancho pasaba más en la casa de Cielito que en la propia, impulsado por su rara relación con su hijo bastardo más que por la que mantenía con su amante.

Ese día que en la vereda amplia del cruce de calles más concurrido del barrio comercial se instaló un ciego con un centenar de maravillosos autitos atómicos, que corrían por el pavimento como cucarachas de colores, y chocaban unos con otros, mientras el ciego, con voz gangosa gritaba: "¡Lleve su cochecito, para los regalones! ¡Uno en trescientos o tres por mil, para ayudar a este pobre ciego y a mí qué me importa!"; Pancho descubrió, al fin, que amaba a ese niño y le compró, un autito color amarillo, otro naranja y para sí mismo, para jugar con él, compró uno rojo parecido a su propio auto, que le prestaba como una concesión, cuando se iba a su casa: "Este es el mío; te lo dejo prestado para que juegues, pero me lo cuidas mucho".

Los auditores de Chéskovic no eran de su propiedad, sino pagados a una empresa de servicios de asesoría financiera y contable. Así, pues, Cubillos no tenía, en general, problemas para mostrar aquellas cartas del juego de La Sociedad que daban la impresión que esta ocultaba un poderoso póquer o quizás una sabrosa escalerilla real, mientras los asesores tendían a suponer que un contador de menor categoría no intentaría engañarlos, y si lo hacía, en la medida que esto no fuera notorio en sus informes no tenía una gran importancia. Ellos no tenían lealtades que guardar.

Hacia la una de la tarde el encierro de una mañana completa en una oficina ciega, repleta de archivadores, muebles de archivo, y anaqueles de suelo a techo, apretujados en el espacio disponible, se hacía casi insoportable, de manera que las visitas de Cubillos pensaban más en la incomodidad que en los números de La Sociedad. Quedaba ahí, casi sólo espacio para el escritorio metálico del contador y un par de sillas incómodamente dispuestas para las visitas, que en general no se suponía que el contador tuviera. Cubillos podría haber atendido a los auditores en la oficina de don José Manzano, ahora vacía, más amplia y cómoda, pero su inteligencia, cazurra, le decía que era más fácil pasar gato por liebre en la madriguera de la liebre que en los salones del gato. José Manzano los observaba desde un rincón, asombrado de la exposición que hacía su contador respecto de los estados financieros, los planes de la empresa y sus contratos vigentes y pendientes. Si bien no mentía, toda la exposición y el relato era ambiguo e inconsistente, como si el contador no tuviera la capacidad de profundizar en los datos y por ende sus interpretaciones fueran más emocionales y entusiastas que frías y realistas. Manzano conocía desde hacía mucho a Cubillos y sabía que esta era una táctica mañosa de engaño sutil. Ante esto, intentaba advertir a su subordinado que su manera de describir el panorama de los números era equivocado cuando menos, o incluso falto de ética en su sesgo: "Ese informe no está de acuerdo con los contratos a los que alude" decía Manzano, pero nadie lo escuchaba. Sólo por momentos Cubillos sentía algún cargo de conciencia por su mentira, pero de inmediato se escudaba en don Pancho que le había encomendado ser convincente con los auditores de Chéskovic: "La solución para La Sociedad pasa por usted ahora, pues Cubillos ¿Me comprende?". Él había comprendido y comprendía también que lo que hiciera en esta gestión podía marcar su suerte futura, de manera que mentía sin mentir, sólo dando a entender posibles verdades que los distraídos auditores, desconocedores de su juego, podían tragar o no, en tanto que él siempre dejaba una vía de escape basada en la ineficacia de estos.

Cubillos miró la hora; era buena para invitar a almorzar. Su primer impulso había sido El Valle Dorado, a unos pasos del edificio de La Sociedad. Ahí servían buen almuerzo, se podía pedir una copa de vino de la casa y el precio resultaba conveniente. Se podía comer relativamente rápido y aprovechar el tiempo. Sin embargo, el primer día, mientras bajaban las escaleras y salían a la calle, pensó que su objetivo no debía ser la eficiencia, sino la eficacia. Para esto no servía el tiempo dedicado, sino la estrategia para gastarlo, por una parte, y el buen uso de la confianza transmitida por otro. Así, entonces, prefirió invitar a caminar unas pocas cuadras más, hacia el lado del parque, para almorzar en un restorán bohemio, más íntimo, más relajado, mejor servido, donde se podía pedir aperitivo mientras se esperaba el servicio de menú a la carta, con buenos vinos, finas carnes, postres, café y si las cosas se daban bien, un buen bajativo y larga sobremesa; todo rodeado de un ambiente de cultura, de intelectuales, de artistas conocidos y un aire que fomentaba más la amistad que el lenguaje de negocios. Esos se facilitan mucho en un buen ambiente de camaradería al regreso: "Ahora sólo disfrutemos la oportunidad que se nos brinda y que pagan nuestros acaudalados patrones". El anfitrión de La Sociedad, con mano generosa, convirtió esta fórmula en costumbre, de manera que los auditores, quizás ya, a media mañana comenzaban a pensar en el almuerzo y a relajar la concentración. Éste se extendía hasta más allá de las cuatro y dejaba el entendimiento afectado en velocidad y precisión, de manera que casi cualquier informe, cualquier cifra o número de la tarde perdía sustancialmente su valor y quedaba contaminado del resabio de los almuerzos.

Mientras Cubillos almorzaba con los auditores, don Pancho lo hacía con sus nuevos amigos de los campeonatos de dominó en el Club Chico, excepto cuando, a veces, a la entrada encontraba a Chéskovic u otro socio del Club, que lo arrastraba a los salones donde se arreglaba y decidía todos los grandes negocios y la marcha económica del país. Como fuera, durante ese tiempo, José Manzano revisaba los informes y las notas de los auditores y de Cubillos y se escandalizaba con la actuación de éste que consideraba deshonesta. Sus expresiones, en voz muy alta, explicitando su descontento, no las escuchaba nadie, excepto el Labios Negros y Ramón.
- ¿Qué pasa, don José, que se escuchan sus gritos en todo el edificio?
- Ustedes no lo entenderían, pero lo que está haciendo Cubillos es inmoral: Está engañando a los auditores. Todo esto es mentira. Está inflando los datos para que parezca que La Sociedad tiene una situación y un porvenir magnífico. Disfraza los valores de las deudas minimizándolas mientras expresa los ingresos de manera mañosa para aparentar utilidades futuras que no vamos a tener.
- Pero ¿para qué hace eso? Se estaría engañando solo, si él sabe que no es verdad.
- Está engañando a los auditores del señor Chéskovic para que parezca que La Sociedad vale más de lo que tiene y venderla más cara.
- ¡Ah bueno! - dijo Ramón -, es un rico engañando a otro rico para robarle. A nosotros: ¡Qué nos importa!
- Importa que ese nunca ha sido el espíritu de La Sociedad - sentenció Manzano.
- ¡Ja! ¿Nunca? Querrá decir ¡siempre ha sido así! Los trabajadores, compañero, siempre han sido engañados y pasados a llevar. ¡Si no lo sabré yo!
- Usted, Ramón, siempre anda confundiendo las cosas - intervino el Labios Negros. - No soporta que don Pancho, que no le ha hecho ningún daño, sea rico y usted sea pobre. Pero sucede que él ha trabajado para tener lo que tiene...
- ¿Y yo no he trabajado acaso?
- ¡No ve que confunde! Suponga que sea que él ha tenido más suerte...
- ¡Que ha robado más! Los ricos abusan y roban a los pobres, compañero. Pero como son dueños de todo, porque se lo han robado, ellos mismos se quitan la culpa y le llaman esfuerzo.
- ¿Saben qué? ¡Vayan a discutir idioteces a otra parte! Sus cuitas no me interesan. Aquí hay un problema moral que ustedes no comprenden. Lo peor es que lo hace un funcionario cualquiera a nombre de La Sociedad, de manera que además del engaño, compromete a todos, sin que tengan culpa y por supuesto a don Pancho y a sus hermanas. La señora Victoria, por ejemplo, no aceptaría una cuestión así. Ella está de parte de los trabajadores.
- Y usted, compañero Manzano, ¿de parte de quién está?
- Yo estoy por la verdad y la justicia, que no tienen banderas ni partidos. No todo es lucha de clases y bandos como usted lo quiere poner. Algunos defendimos otras causas y pagamos caro nuestros errores.
- Yo, compañero, pagué con mi vida mi causa. A nadien le debo nada.
- Usted perdió su vida por imprudente - dijo el Labios Negros, - salió a defender una causa perdida y lo mataron a balazos ahí afuera por querer hacer la revolución usted solo, mientras sus mentados compañeros se habían escondido todos.
- Otros mueren barriendo la mugre de sus patrones, compañero.
- Quizás todos estemos aquí para representar el espíritu de La Sociedad - concluyó don José.

Aquella tarde, al volver Cubillos con los auditores, José Manzano estaba aún ahí revolviendo los papeles, algunos de los cuales habían caído al suelo, mientras otros estaban esparcidos y desordenados en el escritorio. El contador recogió todo y ordenó lo que José había hurgado. En tanto recogía y ordenaba el papeleo, le parecía que se hacía evidente que no habían caído al azar, sino que habían sido revisados en busca de datos que evidenciaban la tendencia maliciosa que él le había dado a los datos. Era como si alguien que desconfiara de las conclusiones que se había esforzado en conseguir, sospechando el engaño, hubiera querido, sin delatarse, de modo aparentemente casual, evidenciar la verdad. Pero eso no era posible. Cubillos pensó que "la conciencia me acusa culpa", pero al pasar por su mente esta idea se encogió de hombros. "Todo esto es absurdo" se dijo, mientras Manzano intentaba que le escuchara: "Lo que hace está reñido con la ética profesional", pero como no le escuchaba, para llamar su atención volvía a revolver los papeles haciéndolos caer al suelo. Cubillos cerró las ventanas y la puerta, pensando que corría el aire, pero los papeles seguían volando como si tuvieran voluntad propia. Cubillos lo recogió y reordenó todo y le puso encima un pesado perforador de hojas, no obstante lo cual, se sintió nervioso y como ya era costumbre en La Sociedad y sus vecinos, recordó al Labios Negros y la leyenda que circulaba endilgándole todo tipo de situaciones paranormales, como las luces que se encendían y apagaban misteriosamente, o el encierro que habían sufrido varias veces los consultores del tercer piso, sin desconocer los extraños ataques a las patrullas militares, aunque con el tiempo habían cesado. Todos esos sucesos eran parte de la leyenda del Labios Negros, de la que algunos aseguraban tener información fidedigna, aún cuando nadie se atrevía a confirmarla.

Cubillos miró la hora y dijo: "Parece que el almuerzo estuvo muy largo. Ya se nos hizo tarde. No alcanzaríamos a hacer nada. ¿Que tal si lo dejamos aquí por hoy?". Así lo acordaron y en cuanto las visitas se fueron, él ordenó todo, más como si huyera que como si estuviera terminando la jornada, agobiado por la voz de don José Manzano, que no podía escuchar, y que le repetía que no era lícito, ni siquiera por lealtad con don Pancho, engañar a los asesores de Chéskovic. Finalmente cerró todo y se fue con un escalofrío en la espalda. Los auditores caminaron orillando el cerro con rumbo a sus oficinas. Uno de ellos, a mitad de camino dijo:
- Qué raro que en esa oficina sin ventanas (apenas había un ventanuco en la parte alta que servía algo de ventilación y menos de traga luz) hubiera una corriente de aire que hiciera volar los papeles de esa manera -. El otro pensó un momento y respondió:
-La verdad es que yo no sentí ninguna corriente de aire.
- Hace unos días -, agregó el primero, - me quedé ahí terminando de revisar unos datos. Cuando la secretaria se fue, me preguntó si me iba a quedar ahí solo: "Aquí dicen que penan", agregó. "Anda el Labios Negros recorriendo las oficinas y hace sonar las llaves". Me reí de su historia y de que el fantasma se llamara el Labios Negros. Esa vez no pasó nada.
- ¿Tú crees que el Labios Negros hacía volar los papeles?.
- Digo que es muy raro, no más. También es raro que Cubillos de repente quisiera terminar el día a las cinco.

José Manzano salió detrás de Cubillos recriminando su conducta, pero éste no le oía. Sólo sentía una extraña sensación de persecución por lo que apretó el paso y bajó corriendo las escaleras, sin esperar el ascensor. Manzano siguió entonces a las oficinas de la presidencia, con el propósito de intentar hacer ver a don Pancho lo que estaba sucediendo. Estaba parado ante el ventanal que mira al cerro, con un vaso de cerveza en la mano. Creyó oír que la puerta se abría y miró en esa dirección, pero estaba cerrada. José lo saludó desde la puerta, pero el presidente lo ignoró. Mientras caminaba hacía él pensó que nunca lo había visto en esa actitud tan pasiva y evasiva. Don Pancho siempre había evitado mostrarse en esta actitud delante de José. Jamás bebía cerveza delante de nadie y este era un secreto que sólo conocían la Nena, el Labios Negros y después Ramón. Manzano se reunía con don Pancho en reuniones acordadas y protocolares, y jamás entraba sorpresivamente, como ahora, a su oficina, de manera que le pareció extraño verlo ahí, de pie en una posición que le pareció de derrota, como si buscara allá lejos algo perdido. Don Pancho tomó un sorbo largo de cerveza, en tanto que Manzano sentía que lo invadía una sensación de rabia y duda. Dudaba de su juicio y pensaba que quizás su propio fracaso lo hacía juzgar la actitud del presidente de La Sociedad de manera quizás equivocada; pero a la vez sentía rabia al descubrir que él mismo había luchado hasta darlo todo por esta empresa, mientras don Pancho bebía cervezas junto a su ventana. Así, entonces, le preguntó con rabia:
- ¿Sabía usted, que Cubillos está entregando información errada a los auditores? ¿Y que los engaña para hacer aparecer la situación de la empresa mucho más solvente de lo que en realidad es?
Don Pancho no lo escuchaba pero recordó a Chéskovic, dibujando, con su tinta verde, la disposición de las luminarias de Barringthon sobre la terraza del edificio de La Sociedad y sintió un rencor sucio, en tanto que pensó que querría cerrar la negociación con él sobre La Sociedad, dándole un golpe de astucia que lo hiciera sentirse ganador de esa competencia que aquél siempre se empeñaba en sostener con él mismo.
- Lo que hace Cubillos es inmoral y falta a la ética. Yo no lo podría permitir, más aún porque compromete mi imagen que no puedo proteger y la suya también. Pero usted sí puede detener esa vergüenza.
Pancho recordó que el polaco había alabado, en aquel almuerzo en su club de golf, su capacidad de simular para negociar y la había comparado con la del viejo De Salus. En ese momento le había halagado, pero después había quedado con la sensación que era una manera hipócrita de sacar ventaja y había quedado para siempre con la urgencia de engañar a Chéskovic y demostrarle que su burla cínica podía ser verdad.
- Habría que hacer algo - concluyó José. Y aunque sabía que don Pancho ni lo veía ni lo escuchaba, creía que quizás de algún modo podía llegarle su mensaje. En la urgencia de lograr comunicarse, tal vez por costumbre, se rascó detrás del hombro izquierdo con la mano derecha y se dio cuenta que no tenía la alergia de siempre, que las reuniones y discusiones con don Pancho le producían.
Por algún motivo que no habría sabido explicar, don Pancho recordó, en ese instante, a Manzano. "¡Qué huevón más estúpido!" pensó. "Tal vez si hubiera tenido otro gerente, hoy no tendría que estar liquidando La Sociedad". Fugazmente se dijo que la culpa era de él, porque lo había contratado, pero de inmediato rechazó la idea y la irritación que le producía el recuerdo de Chéskovic se sumó a la que siempre le provocaba Manzano y como una reacción rabiosa se tomo de un solo trago la cerveza que había en el vaso. Luego giró y alejándose del ventanal fue hasta el refrigerador y sacó otra cerveza, que comenzó a beber mientras se paseaba por la oficina. José Manzano volvió a rascarse, sin necesidad, detrás del hombro y pensó con ira: "¡Viejo borracho! tú me cagaste la vida" y se fue hacia la puerta. Al salir cruzó por su mente la idea clara que don Pancho no lo escucharía jamás, entonces volviéndose hacia él, le gritó:
- ¡Viejo borracho! - y se fue.

Los auditores ya casi llegaban a sus oficinas y aún conversaban del extraño caso de los papeles de la oficina de Cubillos, que se volaban solos sin un viento que los impulsara, aunque alguno de ellos sostenía que en esa oficina tan llena de muebles, estantes, anaqueles, archivos, cajoneras y más, todos ellos formando una especie de laberinto en una pieza asaz pequeña, un remolino de aire podría volar un papel y luego perderse sin llegar a dejarse sentir por las personas.
- Pero es muy raro -, opinaba el otro. - No sólo esto es raro sino que el propio Cubillos es raro. Parece que todo lo que lo rodea fuera farsesco. Su modo parece obsecuente y sin embargo, no lo es, sino que resulta engañoso. Me recuerda esos viejos simuladores de la maleta que venden porquerías en los paseos, o a la entrada del zoológico y tiene, supuestamente, una culebra en la maleta, que procederán a mostrar después de su larga charlatanería de ventas. No sé. Siempre me está produciendo desconfianza y siempre sus cifras y números tienen algo falso, oculto en aproximaciones y vericuetos.
- ¿Tú crees que el truco de los papeles es un invento? ¿Y la leyenda del Labios Negros una manera de disimular?
- ¡Quién te dice que no! Todo eso pueden ser distractivos. Lo de hoy me recordó a mi tía Adela: Cuando la conversación derivaba en algún tema que no le convenía, decía "Hoy, no hablemos de cosas tristes. Dejémoslo para mañana" y suspendía la tertulia o pasaba a otro tema. Por supuesto que al día siguiente nadie se acordaba de reanudar la cuestión pendiente, o si lo hacían, ya era por otros rumbos menos incómodos.
- ¿Es decir que tú has notado que Cubillos nos está engañando? ¿O al menos ocultando información?
- Cuando dice, riéndose socarrón: "Bueno, ustedes saben como son estas cosas, mejor que yo" es porque te está tratando de hacer cómplice de su opinión, pero si el fuera con la verdad por delante, ¿para qué buscar complicidades?.
- No lo había visto de ese modo. Sólo pensaba que era un tipo amistoso, quizás un poquito aprovechador, que se valía de su oportunidad para regalarse almuerzos largos, buenos vinos, bajativos, para los que nosotros éramos la disculpa.
- O sea que de un modo u otro te tenía comprado. Tú te dejabas regalar y entrabas en su juego de relajo.
- ¡De ningún modo! Me estas suponiendo intenciones - dijo el otro, molesto por la acusación bastante explícita de su colega.
- No lo tomes así - y le golpeó la espalda, sonriendo. - También yo había caído en el juego y me decía: "Es el mundo de los negocios". Pero después de algunos días de repetírmelo con agrado, de pronto me pregunté: "¿Y por qué el mundo de los negocios es así?". Entonces me dije que era una estrategia, una manera de casar la opinión del otro con la tuya a través del placer y el relajo. Uno termina asociando la oferta de la contraparte con el placer. ¿Me entiendes? El juego, por lo tanto, es cuánto te compro a bajo precio con un buen almuerzo, un bajativo, un whisky, un cigarro puro, un regalo, en tanto el otro se deja regalar, y atento a la maniobra resiste y aprovecha.
- ¿Y la leyenda del Labios Negros, que parte del juego es?
- No lo sé bien. Puede ser un distractivo. Puede ser una manera de hacer divertido y especial el trabajo. Cuando estás divertido y distraído te meten la mentira y la farsa de la culebra en la maleta con mayor facilidad. ¿O no?. Es la herramienta del prestidigitador, ¿no es así? En los negocios también es un arma poderosa.
- Sí. Todo eso está bien, pero Cubillos no tiene parte en el negocio, el es apenas un peón en el tablero. ¿Tú crees que tenga tanta maniobra?
- No lo sé. Tal vez es una pieza mayor, un alfil, una reina por coronar. El no es imparcial en este negocio de ningún modo, lo mismo que no lo somos nosotros.

Los auditores hicieron un informe preliminar a Chéskovic. Ahí entre las observaciones dejaron testimonio de las dudas relativas a la fidelidad de la información, además de castigar el valor del negocio y sus bienes, no sólo por las reservas anotadas sino también por el riesgo debido al estado de salud financiera que no pudo ser determinada con total certeza. El valor sugerido era inferior al que Pancho había negociado, a base del cual habían iniciado todo el proceso de valorización. La conclusión de la auditoría era contraria a la compra en dichas condiciones y la desaconsejaba. Además evaluaba cualquiera de los rubros en los que La Sociedad tenía giro, como altamente riesgosos debido a la situación general del país, en la que la industria automotriz y del rodado, a pesar de los esfuerzos del gobierno había decidido, en general, retirar sus inversiones, en tanto que toda el área agrícola vivía una situación de transición que la empresa ya resentía. Chéskovic leyó y comentó el informe preliminar con los auditores con una expresión que sin ser de alegría, dejaba traslucir una sensación de triunfo que aquellos no comprendían. Después de un rápido repaso del informe sacó su Parker cuarenta y cinco de platino y comenzó a marcar y ovalar cifras, párrafos, antecedentes, conclusiones, que conecto con flechas de distinto peso gráfico e hizo comentarios al margen, mientras musitaba: "¡Bien!... ¡Muy bien!... Así lo imaginaba... ¡Ajá!... me alegro...", siempre en tono de satisfacción y festejo. A ratos levantaba la vista y comentaba a los auditores: "¡Excelente!... ¡Excelente!...". Una vez que terminó de leer y repasar el informe, cuando estuvo todo sembrado de verde, guardó su lapicera, cerró la carpeta y la devolvió. "Está muy bueno el informe" dijo y agregó: "Es lo que pensaba y la cuantificación es muy acertada. Pero les pediría que consideren las anotaciones y observaciones que indico y vean cómo se pueden incorporar. A la vez marqué varias cosas, ahí, que quisiera que las omitieran y consideraran confidenciales. Prepárenme un informe con esas consideraciones para entrar en la negociación definitiva con los propietarios de La Sociedad. También, por supuesto, les pediré que no den información alguna directamente a la otra parte: Recuerden que soy el contratante del estudio". Uno de los auditores, aquél que creía que Cubillos era poco más que un observador en esto, bajó la vista y en un gesto nervioso sacudió con el dorso de la mano unas pelusitas que de pronto había notado en la pierna derecha de su pantalón. Chéskovic pareció observarlo y quizás apareció en su rostro una leve sombra de una sonrisa al, quizás, creer que se había sonrojado ligeramente.

Cuando el trabajo de los auditores de Chéskovic terminó, la impaciencia comenzó a exaltar el ánimo de don Pancho. Era del todo absurdo esperar que éstos dieran un informe definitivo concurrente con el término de su análisis de datos en terreno, sin embargo la ansiedad parece prescindir de la lógica y privilegiar la magia. De manera insistente el presidente consultaba a Cubillos si ya sabía algo. El contador, sin insolencias, con comprensión, ríe bajito y responde que todavía no y que "de seguro usted va a saber antes que yo, cuando lo llame don Ólek". "¿Usted cree, Cubillos? o sea... esta gente ¿no le adelantó nada?". Con paciencia Cubillos respondía que no sabía nada, hasta que en el colmo de la ansiedad don Pancho llegó un día en la mañana y antes de entrar a su oficina le dijo a la secretaria: "Nena; dígale a Cubillos que venga a mi oficina y que traiga todos los antecedentes que tenga del trabajo de los auditores Chéskovic". Luego se sentó en su escritorio con El Heraldo delante, en actitud de leer, aunque no lo hacía, tamborileando los dedos sobre la mesa. Después de un buen rato, apareció Cubillos con una carpeta que contenía apenas unos pocos papeles, muchos menos que los que don Pancho había imaginado que serían los antecedentes del trabajo de auditoría y, desde luego, menos que los que Cubillos sabía que habían revisado, casi minuciosamente los enviados del polaco. Apenas entró el contador, antes de saludar, el presidente le reprochó con voz áspera:
- ¡Por la gran flauta! Que no le dijo la Nena que trajera los antecedentes de la auditoría.
Sonriendo, aunque tal vez sólo con la mueca, Cubillos levantó la carpeta flaca que traía. Dijo:
- Con esto basta. Para traer todos los papeles necesitaría una carretilla y varios viajes.
- ¡Bueno... bueno, ya! está bien, veamos que trae ahí.
El contador se sentó, abrió la carpeta y dejó a la vista un librillo ordenado de unas veinte páginas todas iguales, fajadas con un artilugio metálico. En la primera de ellas decía, al centro de la hoja con mayúsculas: "Resumen de antecedentes. Auditoría para negociación de venta. La Sociedad" y debajo una fecha, correspondiente al mes y año de la auditoría. Sin abrirlo, el contador dijo:
- Aquí está todo el resumen de la auditoría. Qué antecedentes se revisó, con qué criterios, la descripción de los muestreos y más. En anexos yo incluyo las conclusiones que estimo que deberían inducirse de los antecedentes.
- ¿Y está ahí el valor al que se llega, de la venta?
- Tanto como eso no. Pero si hay estimaciones de rangos entre los que yo (y enfatizó el "yo") estimo que estarán los valores que debería deducirse.
- ¡Vamos a eso! - dijo don Pancho - ¿Donde está? - y tomando el informe comenzó a hojearlo con rapidez.

Cubillos había calculado el rango de valor más probable, ajustado a los antecedentes que se tuvo a mano y otro mayor, estimado según los criterios que él estimaba serían los que elegiría un posible comprador. Los valores inferiores produjeron escándalo en don Pancho:
- ¡Caramba, Cubillos! ¿Usted de parte de quién está? Estos valores son irrisorios.
Cubillos se encogió de hombros y levantó las cejas, mientras hacía un gesto tenso con la boca:
- Si me ajusto a los antecedentes, si adopto un criterio pesimista, o bien si soy un comprador oportunista, es probable que mi estimación ronde ese rango. ¿Qué sacaría con mentirle? Este informe es para usted, Don Pancho. No para Don Ólek, ¿me entiende? Usted tiene que estar preparado para responder a una oferta que se ajuste a esos criterios que intentarán ganar el mejor precio. A la vez, los valores más altos también están castigados, porque eso es lo que hará su contraparte, ¿se da cuenta?
- Es que a casi ninguno de estos valores me conviene vender...
- Don Pancho; yo no podía sugerir un valor a los auditores. Esa era su pega. Pero no le quepa duda que si ellos aceptan los antecedentes que dimos, tendrían que llegar a un valor al menos un veinte por ciento superior. Seguro que el señor Chéskovic lo castigaría para hacer su oferta y desde ahí comienza su capacidad negociadora. Hay un anexo donde le doy los cálculos más optimistas, para nosotros, que ellos harían. Sin embargo, todos estos son cifras y cifras. Sólo especulaciones. Usted tiene que saber usarlas al momento de negociar.

Durante toda la larga mañana revisaron el informe breve de Cubillos, que más bien fue una guía para que don Pancho pudiera resolver sus dudas, plantear sus criterios, muchos de los cuales eran en exceso optimistas, basados en las opiniones halagadoras de Chéskovic, de lo que él mismo no se había percatado. Sentía que era un gran negociador, que tenía una capacidad superior de proyectar imágenes y convencer de modo farsesco a su contraparte. "El mismo Ólek lo reconoció", pensaba, y ni siquiera se daba cuenta en esta conclusión que el polaco, tan despreciado y odioso se transformaba en el amable Ólek. Por fin, satisfecho del trabajo de Cubillos, avisado en buena medida de lo que podía esperar y confiado de su propia capacidad, que su contador consideró conveniente reforzar, dio por terminada la reunión y sonrojándose ligeramente, quizás por la falta de costumbre de hacerlo, dijo:
- ¡Buen trabajo, Cubillos. Buen trabajo!

Era el primer domingo de sol de la primavera. Uno de esos días luminosos en que sólo estar vivo, ya hace a la gente sentirse feliz. Chabeli fue sola a misa. Pancho había dejado de ir cuando decidió que "los curas no son mejores que los otros hombres y que por lo tanto para hablar a Dios es igual hacerlo directamente, desde mi cama, que golpeándome el pecho en la parroquia". Lo que Chabeli no sabía, aunque sospechaba que algo no andaba bien, era que Pancho sin ser un hombre de fe profunda, consideraba, no obstante, que vivía en pecado irremisible mientras mantenía amores con Cielito, con la que quizás, y de esto no estaba del todo seguro, tenía un hijo bastardo. Si era así, su pecado era persistente e imperdonable, de manera que la mejor forma de arreglarse con su conciencia había sido abandonar la fe y la iglesia. Por su parte los niños ya pertenecían a esa generación descreída, que a los quince años sueltan la mano moral que los guió hasta entonces, y toman su propio camino. Desde el atrio, Chabeli miró el cielo tan azul, después de la lluvia primaveral que arrastra todas los impurezas del aire, sobre el cual se recortaba el campanario y pensó que sí, que Dios nunca dejaba de bendecir su creación. Así, entonces, entro llena de alegría y se sentó en una banca de las primeras filas. Desde ahí observaba y oía al señor cura, cuya voz profunda, de bajo, subrayaba la serenidad de su mirada tan varonil, encuadrada en un rostro de facciones dotadas, que ella juzgaba casi perfectas. Es posible que la primavera generosa y el azul nuevo del cielo, que la llenó de optimismo haya influido para que al mirar al señor cura, tan bello, haya sentido una alegría nueva y una atracción muy extraña, que excedía a lo espiritual y sublime. Tal vez el señor cura había sido tocado por la misma gracia que Chabeli, porque predicó con especial fuerza y optimismo sobre "la alegría de ser cristiano y la actitud que este debe tener, que no ha de ser ni sombría ni triste, como tantos creen, ni tampoco debe ser sólo una lucha por evitar el pecado y el infierno, porque pecar es muy difícil y si bien el infierno existe, aunque no conocemos su real naturaleza, es un castigo tanto más difícil de merecer que el cielo mismo, porque Dios nos ama y siempre está dispuesto a perdonarnos y más aun a comprender nuestra debilidad, mucho más que lo que nosotros comprendemos y perdonamos a nuestro prójimo y a nuestros hijos". Chabeli creyó que las palabras del señor cura encerraban una verdad tan bella, como la mirada serena que derramaba sobre los asistentes a la misa, y transformaban a Dios en un padre amable, más que el suyo propio, al que quiso siempre tanto, que siempre encontraba bueno todo lo que ella hacía; de modo que la hermosura del espíritu del cura asomó a su belleza física de un modo tan atractivo. Chabeli vio al cura, no sólo hermoso, sino que lleno de amor a Dios y a sus feligreses. Era tan atractivo que no perdió ni uno solo de sus gestos litúrgicos y rituales, cuando alzaba las manos sosteniendo la hostia o el cáliz para consagrar o cuando se inclinaba sobre el altar y decía de manera casi secreta las fórmulas necesarias. Sus manos blancas y fuertes eran como las del propio Cristo e invitaban como las de Él cuando dijo "¡Levantemos nuestros corazones!" y ella sintió que una corriente casi eléctrica atravesó su pecho y calentó el suyo y se sintió emocionada casi hasta las lágrimas al responder: "Lo tenemos levantado hacia el señor" y ponerse de pié. Tuvo tanto sentido cuando esa voz cálida y sagrada dijo: "Líbranos, Señor, de todos los males y concédenos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador, Jesucristo", que se sintió muy protegida por la paz que el señor cura les regalaba en nombre de la misericordia de Jesucristo mismo, de manera que hacía desaparecer el pecado y la desgracia del mundo. Al acercarse a comulgar, sintió una sensación eléctrica y gozosa en el pecho que se extendía, inspirada en la hermosura de ese hombre magnífico, hasta el centro mismo de la más intensa emoción en las entrañas. El cura la miró con sus ojos serenos y penetrantes y dijo: "El cuerpo de Cristo". Chabeli se sintió poseída de esa mirada, de esa voz honda y viril, tanto que sintió una sensación extraña que abarcó todo su cuerpo, hasta el límite mismo del pecado, pero no importaba, porque pecar era muy difícil: Dios era bueno y la comprendía. Esa misma voz que causaba estas sensaciones y este deseo de oírla para siempre, lo había dicho. Entonces se dejó llevar de aquella sensación tan grata, casi placentera y apretó suavemente todos los músculos de su cuerpo para prolongarla mientras el pulgar, algo áspero, del señor cura se posaba por una fracción de tiempo en su lengua. Su propia voz tropezó, al comprimirse su garganta, en el momento de decir "Amén" y por un extraño hechizo, que no comprendió en ese momento, se quedó paralogizada ante el cura, atrapada por la belleza de su mirada. Él esbozó apenas una sonrisa y un gesto con los ojos, quizás para decirle que la comprendía o tal vez para instarla a dejar el paso a la siguiente feligrés que esperaba comulgar. Volvió a su asiento turbada e inundada de aquella sensación que jamás antes había sentido, que la confundía a la vez que la llenaba de una rara alegría que sólo deseaba prolongar, ojalá para siempre. Hincada en su reclinatorio, con el rostro escondido entre las manos, sólo atinaba a decir en silencio: "¡Dios mío! ¡Dios mío!", a la vez que su cuerpo se llenaba de recompensas desconocidas que hubiera querido acariciar con las manos y no se podía.

Por fin el señor cura paseó su mirada tan serena sobre la feligresía y levantando su mano santa y masculina les dijo: "Los bendiga Dios todopoderoso, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo". Chabeli creyó que al repartir su mirada, la había posado especialmente en ella, como si todas las sensaciones que la envolvían, aunque ya atenuadas, proyectaran una luz de gracia que había atraído los santos ojos del sacerdote, que finalmente concluyó: "Podemos ir en paz; hemos terminado la misa. ¡Que disfruten de un feliz domingo junto a los suyos!". Salió llena de emoción y se quedó en el atrio, junto a la puerta, a esperar que el señor cura saliera a saludar a los concurrentes. Fue la primera en recibirlo y estrecharle la mano. La tenía helada, o ella la tenía hirviendo. Le dijo con sorpresa: "¡Ay! tiene sus manos heladitas" y se la cubrió con la otra. El cura respondió al gesto con una sonrisa, a la vez que ponía la suya sobre las de Chabeli y las acercaba, amorosamente, a su pecho. Ella sintió que todas esas sensaciones nuevas volvían a renovarse, quizás de un modo aun más intenso. El señor cura, por un instante muy breve sostuvo la mirada de la mujer y luego liberando ésta y sus manos continuó sus saludos al resto de la feligresía ahí reunida. Embelesada ella, lo observó un rato, pero luego sintió vergüenza y creyó evidenciar sus sensaciones secretas frente al resto de los ahí presentes; entonces pasó por un lado del grupo que rodeaba al cura y se fue caminando, sin apuro, por el sol de primavera hasta su casa. En el camino hubiera querido acariciarse todo el cuerpo para tocar aquellas sensaciones nuevas, pero como no era posible, sólo acercó sus manos, que habían sostenido las de aquel hombre santo y aspiró su aroma, que creyó sentir lleno de fragancias de panes ácimos y paños sagrados.

Al llegar a su casa se encerró en su dormitorio y se miró al espejo que reflejaba su cuerpo entero. Llena de sensualidad se acarició toda, mientras evocaba con emoción los momentos vividos con el señor cura, envuelta en un torbellino del pensamiento que no alcanzaba a razonar.

- ¡Aló! Pancho; ¿Cómo estás?... ¿Bien?... ¡Qué bueno!; me alegro. Mira, te llamo, pues oye, porque ya tengo el informe de los auditores y sus conclusiones y recomendaciones, así es que me gustaría que nos juntáramos a resolver nuestro negocio: ¿Qué te parece? ¿Ah?.
Hacía tiempo que Pancho estaba ansioso por saber qué ocurría con el polaco, de manera que hostigaba a Cubillos con preguntas que este no podía responder: "... pero, usted ¿qué cree? ¿No sería bueno que usted llamara, por ejemplo, a los auditores de Chéskovic, para saber si necesitan alguna cosa y aprovechara de sondearlos? ¿no cree?". "Mire don Pancho; si a usted le parece los llamo. Pero tal vez piensen que usted está demasiado ansioso y eso puede influir en sus recomendaciones. ¡Pienso yo...!". En otras ocasiones casi exigía a Cubillos que adivinara la valorización que estos harían de La Sociedad: "¿Pero cuánto cree usted que será el valor? No me de una cifra tan precisa, pero una estimación de lo que usted pudo notar. ¿No le dieron ninguna información a usted?". "No, don Pancho, ¡nada!". Así, entonces, sintió que una corriente eléctrica le golpeaba el pecho al oír a Chéskovic decir que ya tenía su informe. Su primer impulso, por demás absurdo, fue decirle: "¡Fantástico! ¡Mándamelo!" y alcanzó a verse a sí mismo diciéndolo, con entusiasmo en el teléfono. Pero de inmediato reaccionó, recordando a Cubillos y se dijo que debía seguir alguna estrategia para inclinar, en lo posible, la negociación a su favor. Se dijo, por lo tanto, que sería oportuno elegir, de inmediato, un lugar donde juntarse, que fuera su territorio, para tener ventaja. "En los negocios, como en la guerra, es mejor pelear la batalla en terreno conocido, o como en el fútbol, es preferible ser local" pensó y decidió, proponer de inmediato un lugar, de modo que el polaco no lo llevara como la vez anterior a su Club de Golf, donde antes de negociar, lo avergonzaría hasta el cansancio. Así pues, dijo:
- Mira, polaco, estoy bastante escaso de tiempo hasta el jueves, pero el viernes, si no tienes problemas, nos tomamos desde el medio día y nos vamos al Club de Campo de los Ingleses, almorzamos al aire libre sin el ruido ni el humo de la ciudad, que son tan desagradables.
- ¿Y dónde es eso?
- No te preocupes. Yo te paso a buscar y nos vamos juntos.
- ¡Ah diablos! ¿Y cómo manejas tú?
- Je je ... Tengo chofer... Así no pasas susto a la vuelta, jejeje...¿Qué te parece?
- Bueno; ¡está bien! - confirmó el polaco, en ese tono que da cuenta que si bien algo no le parece apropiado, se ve compelido a aceptarlo de buen modo. Después hablaron unos minutos de aquellas cosas que resultan de buena crianza hablar. Al cortar la comunicación, Chéskovic dejó caer con cierta suavidad el gancho del teléfono y mirando al vacío, como si tuviera alguien delante, hizo un gesto, levantando las cejas, se encogió de hombros y abrió los brazos, como si dijera: "Así tendrá que ser" o "Estará de Dios". Por su parte Pancho colgó el teléfono con decisión triunfal y mirándolo, como si desafiara a su enemigo, después de haberlo vencido por primera vez, y este estuviera encarnado en el aparato, dijo: "¡Bien!" y golpeó con el puño de la mano derecha, la palma de la mano izquierda, a la vez que se mordía el labio inferior para dar contundencia al golpe. Es posible que la mano golpeada, en su imaginario subconsciente representara al polaco mismo.

- Parece que te fue bien - dijo Cielito. - Vienes contento.
Pancho, sonriendo, se acerco, la beso y rodeándola con los brazos le puso ambas manos en las nalgas y la empujó hacia él. Con el pecho le restregó los senos y dijo:
- Vengo ganoso... ¿No se ha ido la empleada?
Cielito negó con la cabeza y se dejó caer sobre Pancho.
- ¿En qué piensas?
- Nada... salir a comer... irnos a algún lugar... hacer cochinadas... quedarnos a dormir juntos afuera.
- Déjame consultar con la María.

- No, señora. Yo tengo que saber llegar a dormir a mi casa. Mi hombre es muy celoso.
- ¿Y si yo hablo con él, María?
- Cómo usté quiera señora, pero yo tengo que saber llegar a mi casa...

- No es posible - dijo Cielito; - pero puede esperar a que volvamos siempre que la vayamos a dejar a su casa después.
- ¿Y hasta qué hora tendríamos permiso? - preguntó Pancho.
- ¿Qué importa? La vas a dejar y después te quedas aquí: ¿O tienes que saber llegar a tu casa?
- ¡Ja! - rió -, ya se me olvidó hace mucho como se hace eso.

En el Hotel Del Sur, donde las parejas clandestinas o nostálgicas calman las pasiones y la lujuria o avivan el fuego que ya se apaga, Pancho y Cielito ocuparon gozosos la suite oriental. Entre juegos, amores y desenfreno pasaron las dos de la madrugada. Fue entonces que en un receso de la locura ella quiso saber la hora.
- ¿Y qué importa? - dijo Pancho.
- ... la María - murmuró Cielito - tiene que saber llegar con su hombre.
Pancho buscó su reloj en el desorden de la concupiscencia y miró la hora con desidia. Dijo:
- Ya no supo... Son un cuarto para la tres...
- ¡Mierda! No sea cosa que se haya ido y haya dejado solo al niño. ¡Necesito llamar a la casa! ¿Dónde hay un teléfono?
- ¡Ah, no! ¡Imposible!
- Entonces nos vamos altiro.
- No podemos, tenemos que esperar a que levanten el toque de queda a las cinco.
- No sé nada. Yo por lo menos me voy - y comenzó a vestirse apresuradamente.
- Cielito; no vas a llegar ni al parque antes que te detengan los milicos: ¿Entiendes?
- No me importa; yo me voy. No puedo arriesgarme a que Panchito se quede solo en la casa.
- Amorcito: Eso no va a pasar...
Pero Cielito ya se había vestido, y con las últimas prendas colgando, salió de la suite sin ninguna prudencia. Pancho se dejó caer de espaldas, abatido. Cinco o diez minutos después oyó que la puerta se abría con suavidad y una voz bajita y voluptuosa preguntaba: "¿Hay aquí algún caballero solo?". Pancho levantó la cabeza y vio la puerta entreabierta. Asomaron una mano, un brazo y finalmente una pierna desnuda "¿Quién está ahí?" preguntó.
- Compañía para los señores solos.
- ¿Se te pasó la honda zozobra? - preguntó burlón.
- En la recepción había un teléfono al lado de una mujer que roncaba. La María va a saber esperar, no más.

A las cinco y veinte de la mañana Cielito ya le daba unos billetes de color café rojizo, en compensación, a la María, mientras Pancho esperaba en el auto para llevarla a su casa.
- Yo ya no vuelvo - dijo, - voy a saber llegar a mi casa.
Al llegar a la esquina, Pancho le dio unas palmaditas suaves en el muslo y dijo:
- ¿A dónde tengo que saber llevarla a usted? - a la vez pensaba que los muslos de la María se sentían tan sólidos al tacto.
- Dónde usted disponga, nomá - respondió, casi sonriendo, mientras lo miraba de soslayo.
Pancho deslizó la mano por el muslo hasta la rodilla, mientras sentía el calor inundando sus entrañas y la fuerza del pulso nublando su entendimiento.
- Bueno, yo podría disponer un lugar tranquilo y solitario - dijo mientras deslizaba su mano bajo la falda, subiendo de nuevo por el muslo tibio. Ella puso su mano sobre la de Pancho, atajándola sin resistencia. Quizás, sintió, que sólo la oprimía, a la vez que sin forzarlo, lo invitaba a seguir.
- Usté sabrá - dijo mirando siempre de soslayo y un gesto avergonzado.
Pancho se desvió hasta el faldeo del cerro del Gran Parque y estacionó ahí bajo un sauce. Giró hacia ella sin hablar, buscando su boca y acariciando sus muslos. Ella lo dejó hacer. Pero luego, con la respiración agitada, dijo:
- No. Aquí no, por favor. Nos pueden pillar...
Ansioso, condujo el auto, entonces, hacia los aledaños y buscó el abrigo de un bosquecito. Pero ella dijo:
- No. No. Es muy peligroso.
- Bueno; dígame usted dónde.
- Un hotel - respondió, con la vista baja.
- ¿Conoce alguno?
- Sí - dijo ella. - Vaya por la Avenida del Parque.
La María lo fue guiando, mientras él la dejaba hacer. Para su sorpresa lo llevó al Hotel Del Sur. Ahí los recibió la misma mujer que a las ocho y media lo había atendido con Cielito. Con sorpresa dijo:
- ¡Bah! ¿Qué suite va a querer ahora? Tengo la misma disponible... - La María sonrió pícara y se apresuró a decir:
- ¡Sí! Esa está bien.


El viernes Pancho llegó transformado a La Sociedad. Desde hacía algún tiempo, sin perder la prestancia y calidad de su ropa, había, de algún modo comenzado a verse desordenado, como si se hubiera vestido al acaso, con lo que iba saliendo de su guardarropa, sin interés de proyectar una imagen. Pero hoy la Nena se sorprendió al verlo casi hermoso, aunque nunca había sido un hombre de su gusto. Además se veía alegre, feliz, como si fuera domingo: Luminoso. Al pasar junto a ella se detuvo un solo instante, para decirle:
- Consígame un auto con chofer para las doce del día y resérveme mesa para dos en el Club de Campo de los Ingleses -. Después de dar un par de pasos se detuvo y agregó: - Un auto muy elegante; el más elegante que tengan, y un chofer igual.

A las once y treinta y dos, Pancho se asomó a la puerta de su oficina, cuestión que nunca hacía, y le dijo a la Nena:
- Ocúpese que el auto esté puntual a las doce aquí abajo. Y en cuanto llegue, llame a don Ólek Chéskovic y le dice que en quince minutos lo espero con el auto en la puerta de su oficina.
- ¡Cómo! ¿Lo llamo ahora?
- ¿Usted no entiende? Cuando el auto esté aquí abajo. No antes.
- ¡Ah! ¡Ya!
Pancho pensó que con razón La Sociedad estaba quebrada: "Aquí hay puros idiotas".

Pidieron, mientras estudiaban el menú, un pisco sour catedral. Les habían ofrecido tamaño normal, recargado y catedral. Era enorme. El polaco muy alegre dijo:
- ¡Salud por los campesinos ingleses, pues hueón! - y se zampó un buen trago. Tenía el informe, de unas diez páginas, ahí al lado. Pancho, ansioso e imprudente preguntó:
- ¿Se puede? - y tomó el cuadernillo sin esperar respuesta. El polaco le puso la mano encima:
- Mejor después. No te va a gustar, almorcemos y lo conversamos.
Pancho sintió hielo en el estómago
- ¿Cómo así?
- La empresa no vale ni el veinte por ciento de lo conversado.
La verdad es que Pancho no era un animal de negocios, no era un negociador, no tenía nervios de acero y hielo en el cerebro, ni era capaz de tolerar las contrariedades. Su primera reacción fue la cólera. Veinte por ciento era menos del cincuenta por ciento del valor mínimo que Cubillos había estimado que sería el límite inferior de negocio. En esas condiciones estaba perdiendo el tiempo, mientras le daba de comer a Chéskovic para nada. Lo miró. Estaba revisando el menú con atención, deslizando el dedo sobre las páginas. De repente dijo:
- ¡Putas que bueno está esto! - y continuó deslizando el dedo: - Me encantan las centollas... - comentó sin alzar la vista. En un arranque de ira, con la cara roja de furia agarró el menú que leía el polaco y se lo arrancó de las manos.
- Se acabó - dijo. - Si no hay negocio no hay almuerzo. Pedimos el plato del día y rajamos. Tengo mucho que hacer esta tarde - y llamó haciendo palmas: - ¡Mozo!.
Chéskovic perdió el color y miró con los ojos muy abiertos:
- ¿Qué te pasa, Panchito?.
- Veinte por ciento... ¡Huevón! - lanzó con ira la interjección. - ¡Eres un bolsero; eso es! No te voy a invitar a almorzar para que me digas que no te interesa el negocio.
- Pe... pe... pero todavía no te he hecho ninguna oferta - titubeó. - Mi... mira... muestra de buena voluntad: Yo quiero Centollas, quiero un buen vino, postre, café bajativo y amistad contigo. Pide lo que querai Panchito. Yo pago todo y cuando estemos cufifos los dos, no sentamos en ese living Chestershire que tienen allá, mirando los jardines - lo señaló con el dedo, - nos fumamos unos cigarros puros, que traje para la ocasión, nos reímos de los auditores y sus cifras, te hago mi oferta y si querís me mandái a la mierda. ¿Te parece?.
Pancho todavía rojo, pero algo más tranquilo, pensó: "En fin: ¡Mala cueva! Hoy no va a haber negocio. Que pague él" y reaccionando con despecho dijo:
- Está bien. Hagámoslo así, pero te digo desde ya que la cifra de negocio comienza en lo conversado en el Club de Golf más diez por ciento -. Chéskovic se rió ampuloso, le dio unas palmadas en la espalda a Pancho y dijo:
- ¡Claro! Ahí vemos.

Durante el almuerzo hablaron sobre el secuestro del niño que apareció muerto en un sitio vecino a su casa, sobre el campeonato de fútbol, la cuestión política, que Pancho intentó evadir porque el polaco era demasiado favorable a la dictadura, en tanto que él mismo percibía que ésta, al fin de cuentas había sido un desastre para sus negocios, para los opositores y además mantenía dividido al país, y sobre el concurso de belleza que otra vez había ganado una venezolana.

Conversando de la belleza de las mujeres se instalaron en el salón, cerca de los ventanales. Pancho no volvió a tocar el tema de la negociación, y lo asumió fracasado. Durante el café hablaron del carácter de los ingleses y sus negocios en el país. Mientras el salón se llenaba de aromas a tabaco elucubraron sobre las grandes fortunas que algunos ingleses habían hecho gracias al tabaco, al guano y al salitre.
- No sólo hicieron enormes fortunas, sino que metieron sus nombres en la aristocracia más rancia.
- Bueno, eso no resulta difícil en un país donde la sangre española privilegia el buen vivir antes que la disciplina y el trabajo.
- Mira polaco -, alegó Pancho algo tocado por la opinión de aquel, - en eso hay mucho mito, mucha leyenda. No por nada hasta hoy las grandes fortunas y la aristocracia criolla está dominada por vascos y castellanos. Por supuesto que hay nuevos ricos que hicieron fortunas con abalorios y son surgidos y arribistas -. Había cierto tono sarcástico en Pancho, quizás porque se sentía, contra su gusto, disminuido ante la fortuna de Chéskovic, a quién de algún modo despreciaba socialmente.

Tal vez había sido una estrategia del polaco el alterar el ánimo de Pancho para iniciar la negociación, pero justo cuando éste lanzó su comentario ácido, Chéskovic sonrió satisfecho y tomando el informe de los auditores se lo pasó a Pancho y dijo:
- Bien; vamos entonces a lo nuestro.

El informe Chéskovic recomendaba no comprar. La Sociedad estaría quebrada y no vale nada. Sólo los bienes del activo fijo valen aproximadamente un veinte por ciento de la cifra de negocios informada a los auditores. El resto prácticamente vale cero. El resultado era lapidario.

En la medida que Pancho examinaba el informe y sus datos se iba congestionando. Comparó la información con su propio informe, elaborado por Cubillos, a base de sus datos y también de los que había aportado a los auditores y las diferencias eran enormes. Finalmente, la ira pudo más y tiró el informe de Chéskovic, con desprecio, sobre la mesa de centro.
- ¡Son puras huevadas! No sé de donde sacaron esas cifras. ¿Y qué hicieron con los contratos ganados? ¿Acaso valen hongo? Mira polaco, tus auditores son como la mona. No me interesa ninguna oferta tuya. Por los puros contratos cerrados a futuro saco más del doble... del triple del valor que inventaron tus secuaces - subrayó secuaces para acercar el sentido a su definición más rigurosa. - ¿Donde está la valorización de la marca? ¿Los inventarios? ¿Las deudas por cobrar? ¡No! ¡no! no. Se acabó la negociación.
- En fin -, dijo el polaco sonriendo con una rara satisfacción. - Hablemos entonces de otras cosas: ¿Cómo está tu familia? ¿Tu mujer? ¿los niños?
- Sí. Todos bien - replicó Pancho con ira contenida. A la vez pensó: "¿Y a éste, qué mierdas le importa mi familia?"
- Bien, bien: Es bueno eso -. Y dejó transcurrir un silencio pesado y largo, mirando el fuego, que no había, en la chimenea. Luego, como quien retorna de un descanso breve en la batalla, miró a Pancho, que seguía rojo de cólera, con la cabeza inclinada y preguntó: - ¿Y cuál es la cifra que tú tienes ahí?
Lleno de ira abrió su propio informe y rebuscó pasando las página con furor, se devolvió, avanzó de nuevo; "¡donde mierdas estaba esto!" murmuró y continuó buscando hasta que por fin dio con el dato. Con enojo y desprecio, rasgó el papel, arrugando la página en cuestión, hasta arrancar un trozo irregular de unos ocho por tres centímetros. Sacó su lapicera Schaeffer y pensando en los mapas de color verde esmeralda de Chéskovic, rodeó la cifra con un óvalo azul y escribió debajo "+ 15%" y se lo pasó.
- Pero... ¿Te das cuenta que no puede ser? - dijo, metiendo el recorte entre las páginas de su propio informe.
Pancho miró la hora a la vez que se encogía de hombros. Su estado de ánimo era tal que sólo le interesaba rescatar su dignidad. Poco le importaba si La Sociedad iba a la quiebra y él y sus hermanas a la ruina. En ese momento sólo importaba escapar de debajo del pie que el polaco le había puesto encima. Por un momento pensó que Chéskovic no había estado nunca interesado en comprar La Sociedad, sino en humillarlo, porque él sí era un aristócrata en cambio el otro sólo era un trepador, quizás resentido. Se puso de pie y dijo:
- Bien. No hay más que decir. ¿Vamos?
- Pero Panchito, ¿qué te pasa? ¡siéntate! conversemos... Mira: Para ganar, uno siempre tiene que perder algo, de modo que los otros también ganen algo. Si no, no hay negocios. ¿O no? ¡Siéntate! Pidamos un coñac. ¿Tendrán coñac estos ingleses? ¡Mozo!
Incómodo, negó con la cabeza, pero no supo cómo hacer valer su opinión y se entregó. Se sentó otra vez en silencio y hosco. Pero cuando el mozo apareció, le dijo:
- Traiga la cuenta y se la pasa al caballero.
- Ah no, no. Traiga dos coñac. ¿Tiene coñac bueno? ¿De cuál tiene?


Desde ese domingo, Chabeli no había podido quitarse del torbellino de su mente los pensamientos lujuriosos con el señor cura. Recordaba su mirada directa e intensa cuando decía "el Cuerpo de Cristo" y el sabor áspero de su dedo pulgar y viril y volvía a sentir, entornando los ojos, esa misma sensación envolvente que se centraba en sus entrañas bajas. Entonces se tocaba y se acariciaba el cuerpo intentando recorrer aquella sensación. A veces imaginaba como sería si la mano santa del señor cura la recorriera de ese modo. Atrapada cada vez más en esa turbulencia, ya no pudo esperar al domingo para ver al hermoso señor cura que tanto la atraía. Se dijo que, como él mismo le había enseñado, no podía haber pecado sólo en verlo. Ella no quería nada más: ¡Sólo verlo! Oír su voz de hombre santo, tan serena, sentir el tacto de esa mano que derramaba bendiciones de manera tan recia, envolviendo la suya tan frágil. Por fin ese viernes lo decidió. Tomó té a las cinco de la tarde, sola y en silencio, planificando o más bien soñando el encuentro anhelado. "Iré a ofrecerle ayuda en las actividades de la parroquia. En lo que necesite. Ya sea en la administración o en las actividades pastorales o de catequesis. Tal vez él prefiera que le ayude a organizar su agenda personal. Soñó que sí, que eso querría. Imaginó que se sentaban solos en su oficina personal, que hablaban de la prédica que preparaba para ese domingo. Se dijo que podría ser sobre la Magdalena cuando perfumaba a Cristo, lo que representaba el amor santificado de la arrepentida por su redentor. De pronto se imaginó a sí misma perfumando al señor cura y entonces detuvo sus pensamientos, pero de inmediato se dijo que era muy difícil pecar; no obstante prefirió dedicarse a la acción más que al pensamiento que la podía llevar al deseo de lujuria y se levantó de la mesa del té. Entró a su dormitorio, para arreglarse e ir a misa de siete. Sacó el vestido más sobrio aunque suficientemente ajustado para resaltar las formas de sus senos breves y sus caderas amplias y lo estiro a los pies de la cama. Buscó ropa interior oscura, que presentó sobre el vestido. Miró todo y ladeó la cabeza con una semisonrisa dibujada en los labios. Se fue desvistiendo, lentamente, tirando la ropa al suelo, mientras se miraba al espejo, hasta que estuvo totalmente desnuda. Entonces se dejó caer de espaldas, abandonada, sobre la cama, con los ojos semicerrados y suspiró. Así estuvo varios minutos, después de lo cual posó suavemente sus manos sobre los muslos y las deslizó sin prisas subiendo hasta los pechos, imaginando que eran las del cura, pero al sentir la tensión de sus pezones, abrió de pronto los ojos y se incorporó. Moviendo la cabeza de lado a lado murmuró: ¡No! ¡No, no, no! No puede haber pecado y se vistió a prisa.

La misa de siete de la tarde, los días de semana, casi no tenía fieles y se hacía a media luz. Sólo se iluminaba el altar mayor, donde estaba el cura. Chabeli se sentó en la tercera fila, en la penumbra. Desde ahí observaba al cura como si fuera una figura mística o angélica, que le recordó la transfiguración, sin embargo al momento de la comunión, cuando él le hablo y le dijo: "Este es el cuerpo de Cristo", ella vio que era sólo un hombre, que tenía sus manos recias, cuyo pulgar acarició su lengua, cuya voz profunda era varonil, cuya mirada era certera y que bajo los hábitos de gala de celebrante asomaba la manga raída de un chaleco de lana gris. Así supo que sólo era un hombre y que lo amaba, y que deseaba sentirse suya.

Hacia las siete y media el cura dio por terminada la celebración. Como cada viernes, su bendición fue más ampulosa y utilizó esa manida fórmula que desea a los miembros de la asamblea que Cristo los preceda para señalarles el camino, que los siga para proteger sus pasos, que esté siempre a su izquierda para mostrarles el sufrimiento de los desposeídos y a su derecha para guiarlos siempre al padre "y que la bendición de Dios todopoderoso que es padre, hijo y espíritu santo descienda sobre todos ustedes y los acompañe para siempre. Así hemos concluido la misa, vayan en la paz del señor y disfruten de un hermoso fin de semana". En seguida bajó del altar y comenzó a saludar con una sonrisa cálida en el rostro, a todos los fieles. Chabeli atrapó su mano recia entre las suyas y acercándose a su oído, le dijo: "Padre, quiero hablar con usted". El señor cura sólo hizo un gesto que era casi una afirmación o quizás una dilación y continuó saludando al resto de la asamblea. Ella lo siguió prudente a un par de pasos de distancia, hasta que el cura llegó al atrio, entonces se unió al grupo que lo rodeó para conversar con él y esperó con paciencia a que todos se fueran. Con la cabeza reclinada, miró al sacerdote a los ojos y dijo:
- Padre, necesito que me escuche en confesión.
El cura dudó un instante. En ese lapso de tiempo la miró ahí sumisa y le pareció exquisitamente femenina y bella. Entonces, inconsciente, recorrió su cuerpo con la mirada y vio que estaba tan bien enfundado en el vestido oscuro, que resaltaba la forma de sus senos breves y de sus caderas, que juzgó voluptuosas.
- Tendría que ser en la casa parroquial, porque la señora del aseo debe cerrar aquí -; y con un gesto de la mano abarcó el edificio.
Chabeli aspiró profundo y respondió:
- Está bien - y expiró completando un suspiro, que el señor cura no supo si había sido de alivio.


A las siete y media Ólek dijo, con voz algo afectada:
- Putas que me caís bien, hueón, porque erei duro de matar. ¡Ya! mira te doy tu cifra, mas quince, más la mía, dividida por dos: ¿Qué te parece Panchito? - y su tono era dulce, casi amoroso.
- De ningún modo - respondió, con la frente arrugada, no por la sorpresa, ni por desprecio, sino para mantener los párpados abiertos -. T... Tú ya sabeh cuál es mi pohtura. ¿Me entiendes hueén?
- Duro... duro... hueón. Negocia como los aristócratas vascos, Panchito Rrrrarrurrarraza, o como los escoceses... ¿Donde tenís la gaita hueón?

A las nueve un cuarto Pancho se levantó con paso vacilante al baño. Ahí se miró al espejo y tuvo la sensación de que estaba destrozado. Se dijo: "¡Putas; me quiero ir!". Bebió abundante agua entre las manos ahuecadas, se mojó la cara y la cabeza, ya casi calva. Orinó apoyado en la pared, con las manos, mirando el chorro sin fuerzas y el riecito que formaba, amarillo verdoso, en el fondo del urinario, hasta irse por los agujeros del drenaje.

A las nueve y media, sin levantar la cabeza, con los párpados caídos, cuando Pancho volvió de orinar con la cara brillante después de mojarla y el paso lento, el polaco dijo: "¡Ya me cagaste huon!, tres cuartos y ni una palabra más. ¿Ntiendes? ¿Ah? ¿Te dai cuenta del esfuerzo que estoy haciendo?". Pancho llamó al mozo y pidió:
- Un schop de cerveza muy grande y muy helado y un vasito muy, muy pequeño, como esos del bajativo de la casa, de whisky. ¿Mentiendes tú, Charli?
- Ptas, hasta pa tomar eres loco... ¿Ah? ¿Y? ¿Qué me dices, Panchulín?
- ¿Te hay dao cuenta, polaco, que estos ingleses tienen puros cuadro de hipódromos y caballitos?
El polaco intentó levantar cabeza, pero sólo le obedecieron los ojos.
- ¡Tenís razón! Hasta en eso siempre tenís razón...
- A ti: ¿Te gustan los caballos?
Hizo un gesto con los hombros, que podía significar que los encogía.
- ¿Y las apuestas? ¿Te gusta apostar, polaco?
Ólek vio cómo le servían el schop y el vasito diminuto de whisky. Pensó, vagamente, que Pancho se iba a zampar de un trago el vasito de whisky, e incluso prefiguró el "Arrrgggh" carraspeado, después del trago, que suavizaría con la cerveza muy helada, pero no ocurrió. Pancho tomó el vasito y lo dejó caer, completo, a navegar dentro de la cerveza. El vasito se precipitó lento hasta el fondo, dejando en su caída una estela más oscura que se disolvía como vapor en la atmósfera amarilla.
- ¡Meh! Hasta pa tomar eres raro tú ¿Ah?
- A mí me encantan las apuestas - dijo Pancho -. Me gusta calcular lo que no se puede, para adivinar lo que es imposible de predecir. A lo mejor por eso siempre termino fracasando, como un porfiado.
- Yo creo que me estái curando para sacarme el negocio... Erís muy vivo... ¡Ya! ¡Ochenta!
- Ochenta ¿Qué?
- De la cifra que hablamos... de éso. ¿No te acuerdas?
- Te estoy diciendo ciento quince ¿y me querís dar ochenta? Te volviste loco.
- Es que me tenís arrinconáo aquí con to... todos tus ingleses y tus caballos y me estái sacando mucha plata. ¿Me entiendes?
- Está bien - Pancho sintió una alegría absurda, como si estuviera haciendo una jugosa ganancia -, te voy a hacer una rebaja, polaco. Ciento cinco, pero tienes que comprometerte con dos cosas: Una es comprometer un contrato de arriendo de las oficinas que ocupa La Sociedad por diez años en las mismas condiciones de precio que paga Barringthon, y la otra es que no puedes despedir a nadie, ni rebajarles los sueldos. Las dos cosas van en contratos notariales: ¿Comprendes?
Chéskovic estaba derrotado físicamente. Por momentos sentía que perdía la conciencia y que la cabeza, caída sobre el pecho, se negaba a alzarse y los párpados ya casi no obedecían a los esfuerzos de la frente arrugada. Quizás por eso y para cerrar de una vez por todas el asunto, pensando que nada era definitivo sino hasta después de los hechos, dijo:
- Bueno, pero eso te lo... te lo re... rebajo del ciento cinc...
- No. De ningún modo. Ya me has bajado mucho los pantalones. Además sería inútil. El resto de los accionistas no lo aceptarían nunca. Estoy atado de pies y manos, y todavía tengo que convencerlos de todo lo que te he tenido que ceder para negociar. Mira: Te lo digo altiro, polaco. Mi hermana Isidora no quiere venderte a ti ni por nada: "¿Quieres entregarle el trabajo de una vida del papá a unos almaceneros del puerto?" dice. "¡No! a él ni por nada" dijo. Y Victoria es peor que el presidente del sindicato. ¿Te das cuenta? Así es que esas son las condiciones o nada.
- Está bien; esta bien. Dejémoslo en noventa por cien entonces y no se hable más. Hasta ahí puedo pagar con la rebaja de impuestos, pero no más.
- ¿Qué rebaja de impuestos, sinvergüenza?
- Mira Panchito, como tu cagá tiene pérdidas enormes, yo rebajaría los impuestos. Yo te compro con esa plata, que la recupero en tres años. Pero si te pago más ya pierdo la franquicia, ¿entiendes? Noventa y te respeto tus contratos ¿Bueno?
Pancho quedó sorprendido de la revelación. A Chéskovic, el esfuerzo de una vida de su familia le iba a costar cero y había estado regateando para nada.
- ¿O sea, infeliz, que si te hubiera aceptado el veinte o el cien, para ti hubiera sido lo mismo?
El polaco tenia los ojos cerrados y la cabeza caída sobre el pecho, los brazos le colgaban a los costados del cuerpo y Pancho miraba cómo su estómago subía y bajaba a un ritmo acompasado cercano al del sueño; sin embargo, sin cambiar de posición, soltó una carcajada desagradable:
- ¡Jajaja! Es la competencia, mhijito - dijo.
- ¡Hijo de puta!

Pancho llamó por teléfono a las once y media.
- ¡Aló! Cielito. Acabo de terminar la reunión con Chéskovic y todavía estoy aquí en lo de los ingleses. En llevarlo a su casa, porque está último de borracho, se me va a hacer demasiado tarde.
- ...
- No. Creo que ya no voy a pasar por allá. Me voy directo a mi casa porque ya no puedo devolver el auto.
- ...
- Igual yo. Adiós mi Cielito.
Al fin llegó a su casa diez para las dos, de modo que dejó al chofer en los dormitorios de servicio y subió, agotado, a acostarse. Cuando pisó el rellano de la escalera oyó un bulto que caía de manera pesada en las hortensias del jardín. Entonces corrió a su dormitorio; en el fondo del cajón del velador la sintió fría y gris, salió con ella en la mano, corriendo al frente de la casa. Un hombre, con el torso desnudo y a pies pelados, con un bulto de ropas bajo el brazo, alcanzó la barda. Pancho gritó:
- ¡Alto ladrón!
El hombre hizo caso omiso y lanzó por sobre la barda el bulto que traía bajo el brazo y saltó para alcanzar el borde superior del muro, sin embargo no tuvo fuerzas para levantar su cuerpo. Pancho hizo dos disparos al aire y volvió a gritar:
- ¡Ríndete, infeliz!
Se dice que el pánico y el peligro multiplican la fuerza y destreza mientras duran. Al menos así fue ahora. El terror de ser acribillado, al oír los disparos, le dio fuerzas al hombre que de algún modo, en dos movimientos saltó la barda y Pancho lo oyó escapar del otro lado. Mientras tanto, Chabeli salió al jardín gritando:
- ¡No le hagas nada! ¡No lo mates! Es un hombre consagrado. Es un hombre de Dios... ¡Por favor! ¡No seas bruto!
Pancho la escuchó como si alguien le hubiera dado una cuchillada por la espalda en defensa del que huía. Con los brazos laxos y la expresión demudada giró y se enfrentó a Chabeli que con los puños apretados delante de la cara y sollozando decía incoherencias.
- Por favor... por favor... te lo ruego: No lo mates. Es mi culpa, pero yo lo amo; por favor no lo hagas. ¡Mátame a mí pero no a él! Él es un hombre consagrado, un santo.
- ¿Qué estás diciendo? ¡Puta de mierda! ¿Ese huevón cobarde estaba contigo? ¿Es tu amante? ¿Tú; huevona frígida, tienes un amante? ¡Puta conchetumadre! - y en la medida que iba comprendiendo la situación aumentaba la cólera y el calibre de los epítetos.
- ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Soy una puta! pero él me dijo que era muy difícil pecar. No puede ser pecado porque es un hombre consagrado. ¡Yo soy una puta! Él me dijo que me tenía que entregar a ti y yo le dije que aunque se lo ofrecía a Dios, no sentía nada, que no quería. Pero a él lo tenté yo, porque soy una puta. Con él sentí lo que nunca me diste tú. Tú me fallaste. ¡No lo mates! ¡No lo hagas!
- ¿De qué estás hablando, sucia puta? ¿Qué consagrado?...
- Es el cura de la parroquia - respondió ella y calló. Cayó en un estado de mutismo histérico y se quedó clavada ahí en medio del jardín. Pancho pasó a su lado y le dio un empujón de furioso desprecio. Entró a la casa, se tiró de espaldas en su cama y se quedó dormido con un torbellino de ideas e imágenes en la cabeza, después de más de una hora de elucubraciones que cruzaban las ideas de su reunión con Chéskovic con el encuentro sorpresivo del cura párroco amancebando a su mujer.

El domingo almorzó con sus hermanas. Expuso la oferta de Chéskovic, la negociación, ahorrando detalles del encuentro que en todo caso ficcionó para su beneficio. "Habíamos acordado un precio de referencia, pero el informe de sus asesores le recomendó evitar el acuerdo, porque, supuestamente, La Sociedad no valdría ni el veinte por ciento de esa cifra". Las miró alternativamente, sopesando el efecto. Diría que estaba más interesado que en rendir cuentas del resultado del negocio, en mostrarse a sí mismo como un diestro negociador, como si requiriera proyectar una imagen de respeto que lo posicionara en lo alto de la constelación familiar, quizás ahí en el lugar que había dejado el papá y que en su reflexión íntima sentía que estaba muy lejos de alcanzar.
- ¡Preferible! - dijo Isidora. - No me gusta nada la idea de venderle a esos almaceneros polacos la obra de toda una vida de trabajo del papá.
- ¿Y de qué piensas vivir, si no? - respondió Pancho sonrojándose con una sonrisa irónica.
- Tenemos nuestros medios... - alegó con un respingo.
- ¿Cuáles, si se puede saber? Porque el Titín nunca le ha trabajado un cinco a nadie - e hizo un gesto con la cabeza para señalar al marido que estaba sentado en el sillón de cuero del patriarca, que siempre ocupó el papá cuando ellos eran niños y que ahora solía ser el lugar de privilegio de Agustín, más porque Isidora había ocupado la casa familiar cuando los papás habían muerto y lo había colocado a él ahí, que por merecerlo. Al menos ese era el sentimiento de Pancho, que hubiera querido reservar ese lugar, intocado, para sí mismo cuando visitaba la casa familiar tradicional.
- Mira Pancho -; dijo Agustín con un gesto de dignidad ofendida, - La Sociedad es cuestión de Isidora, donde yo nunca me he metido. Tengo mis recursos y esta familia vive de lo mío. Isidora maneja sus negocios por sí misma. Por mi parte, mis inversiones me permiten vivir como vivo, sin tener que partirme el lomo como un negro como lo hacen otros, y nunca he sido tan idiota que pierda todo la plata de mi familia.
- ¿Tú, a qué te refieres? - contestó Pancho, agresivo.
- No quisiera ser tan claro como tú, porque eres el hermano de mi mujer. Me guardo, por eso, mi opinión.
- En fin; no vine a hablar de tu opinión, sino de La Sociedad. Finalmente acordamos un precio sólo cinco por ciento menor que el que habíamos acordado, pero se compromete a un contrato de arriendo por diez años, de las oficinas y la parte de la planta que no pertenece a La Sociedad, en condiciones inmejorables para nosotros; y a no despedir ni afectar los sueldos de los trabajadores -, y miró a Victoria con expresión de triunfo.
- Las condiciones que ofrece para los trabajadores: ¿Quedan firmadas en la venta o en un contrato colectivo con los mismos trabajadores?
- Ah, no sé. Da lo mismo. Supongo que en la venta.
- Es que en ese caso nosotros quedamos atados como garantes. ¿No te das cuenta? - Agustín se sonrió y se levantó del asiento de su suegro con una expresión de burla evidente y se fue del lugar, musitando el tango "Si arrastré por este mundo la vergüenza de haber sido...".
- En ese caso, ¿por qué no te encargas tú de hacer un contrato para cerrar con el sindicato, directamente? Porque yo no puedo estar en todas: ¿Te das cuenta?
- Sí -. Dijo Victoria, satisfecha. - Me parece bien.
- ¿Y tú estás de acuerdo? - dijo escandalizada Isidora.
- A mí me parece bien. ¿Cuánto estamos recibiendo por los arriendos totales del edificio? - preguntó Victoria.
Isidora la miró con sorpresa. Dijo:
- ¿Acaso no están incluidos en la venta?
- No, pues -. Pancho sonrió complaciente, - el edificio de las oficinas no es de La Sociedad, sino de una inmobiliaria, que no está en los contratos y parte de los terrenos de la planta tampoco. Esos son de la comunidad de herederos del papá.
- ¿O sea que vamos a seguir recibiendo ingresos por los arriendos? ¿Y cuánto?
Pancho explicó las condiciones de éstos y cómo sería el contrato por las oficinas que ocupaba La Sociedad, finalmente Isidora dijo:
- Bueno: ¡Qué se le va a hacer! Al menos el edificio, que tan orgulloso ponía al papá, queda en manos de la familia.
Después dejó solos a Pancho y Victoria, para ir a disponer en la cocina que sirvieran té. A Pancho como tantas veces se le presentó el recuerdo de ese día que tomado de la mano de su padre, aquél dijo: "¡Mira!; ése es el futuro que construí para nosotros". Pensó que era extraño que el recuerdo se le presentara simultáneamente en dos planos superpuestos: En uno veía la mano de su padre, enorme, tomando la suya, que desaparecía en ese puño poderoso. Recordaba los nudillos sólidos rudos, los pelos gruesos, viriles que nacían de la primera falange de los dedos. El brazo envuelto en una manga azul oscura, de paño fino, de la que asomaba una camisa muy blanca, con unas colleras de oro relucientes en el puño. Desde lo alto, casi como si bajara del mismo cielo, surgía esa voz profunda y decidida que decía "... el futuro que construí para nosotros". El otro de seguro lo había elaborado en su imaginación, porque era externo a sí mismo. Era como si se viera desdoblado en el tiempo, desde hoy hacia un pasado imposible de recordar de manera precisa: Se veía de niño, y a su padre como lo recordaba poco antes de morir. Veía la escena desde la fachada del edificio hacia la estatua del gañán, junto a la cual el niño y su padre miraban hacia lo alto del edificio. Don Pancho Viejo con un cigarro en la mano que no sostenía la suya decía la frase emblema. De algún modo incomprensible las dos figuras se fundían en una sola, como si una y otra se transparentaran y compusieran la extraña profecía que venía hoy a cumplirse. El futuro que don Pancho había construido para ellos sería ahora su presente definitivo.

Cuando estuvieron solos, Victoria dulcificó la expresión y tomando de la mano a Pancho preguntó:
- ¿Y cómo está tu bastardito? ¿Cuándo lo vamos a conocer?
- A penas me anule del matrimonio con la Chabeli -, dijo Pancho bajando la vista avergonzado.
- ¿Cómo es eso? Te vas a anular. Creía que no era posible, que tú y la Isabel no aceptaban el divorcio.
- Es cierto. Pero el mismo día de la negociación con Chéskovic, que llegué tarde a la casa, la encontré, a la muy puta, acostada con el cura párroco. Nunca fui muy creyente, pero tenía ciertos principios: Después de eso se me acabaron todos. Así que ya contraté un abogado para que nos anule y apenas salga el divorcio me caso con Cielito y regularizo a mi bastardo chico -. Quizás por primera vez Victoria vio reírse con ternura a su hermano.

Cuando Isidora volvió a la reunión. Dijo:
- Acabo de hablar con la Meche. La puse al día sobre la venta para que me diera su opinión y su voto. No quiso escuchar demasiado. Sólo dijo: "¡Está bien! ¡Está bien! ¡Qué lata! Hagan lo que quieran y me mandan lo que corresponda". Parece que el gringo tiene mucha plata, así que no le importa demasiado. Se lo pasan viajando.
Pancho aprobó con la cabeza, Victoria dijo algo como "Ya está en otra" y se encogió de hombros. Después se hizo un silencio largo. Entonces, Pancho, por decir algo:
- En fin: Después de todo la revolución no la hizo la izquierda sino los militares, pero igual nosotros fuimos los perjudicados.
- Así es - confirmó Victoria y agregó: - Por desgracia.

Parado ante los ventanales que dan al cerro siempre verde, ensimismado oyendo el ruido infernal del tráfico con su flujo incesante y nervioso, Pancho evocaba la tranquila mañana de sábado, el escaso movimiento de entonces, cuando por primera vez vio aquella oficina y ese paisaje. Recordó a su padre y el orgullo realizador con que mostraba su obra a la familia. Lo recordó sentado en el escritorio de caoba, que entonces era enorme y hoy casi pequeño. Entonces miró la consolita que hacía juego con el escritorio, ahí en el rincón a donde don Pancho Viejo había señalado diciendo: "Ese es el escritorio donde va a trabajar Panchito" y creyó sentir otra vez el aroma a viejo, al que ya se había acostumbrado, como si fuera el propio.

A veces los recuerdos tienen ese sabor agradable de la nostalgia que señalan un hito importante de la vida, como si desde ahí se devanara una larga madeja que nos trajera hasta la realidad de hoy haciendo el recuerdo y el resultado placentero, como si la sola evocación llenara todos los espacios de éxito de la vida, haciendo grata la dulce melancolía. Pancho, sin embargo, sentía ahora, otra vez, un vago malestar que visualizaba de color verde vejiga, que creía que era el color que encontraba en todas las pinturas de Victoria donde reflejaba el fracaso o la decepción. Creía haber llegado al mejor resultado en la negociación con Chéskovic, pero ya el hecho que éste fuera su comprador, aun siendo una buena salida para los intereses familiares, le dejaba un sabor a derrota que imaginaba mineral, en la boca y en las tripas. Hubiera preferido mil veces obtener menos y venderle, por ejemplo, a Barringthon, o a alguno de los nuevos grupos económicos que habían nacido al amparo del gobierno militar. Estos eran el resultado ubicuo de un nuevo juego económico y social diferente, en el que él había fracasado porque sabía jugar otro juego diferente. Chéskovic, sin embargo, era uno de sus pares y lo había sorteado con éxito; a la vez era el más antipático de todos los de su estirpe. "Verde vejiga, olor a viejo" dijo en su pensamiento y le pareció que el cerro, al frente, siendo el mismo e igual, era del todo diferente y extraño y se vio caminando desde el edificio de La Sociedad hasta el Club, entre los restos picantes de gas lacrimógeno que formaban parte persistente de la atmósfera del centro de la ciudad, en aquel tiempo, cuando todo comenzó.

Entonces entró, casi silenciosa la Nena y dijo: "Don Pancho; aquí están los abogados, con el notario y el señor Chéskovic. Ya llegaron todos: ¿Los hago pasar?".

Fin

Kepa Uriberri



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