Novela breveLa EsquinaNecesariamente había que ubicar el relato en algún lugar. Había que encontrar uno que tuviera las características requeridas, y ésto no coincidía con ninguno que conociera. Como ya se ha de entender, los sucesos no son reales, entonces el lugar, en definitiva, podía no serlo tampoco; y así fue como a falta de un encuentro afortunado, me dejo guiar por la magia que me sugiere algún punto en el mapa, en un país que no conozco, en absoluto, y elijo una especie de compromiso entre un pueblo real, y la ficción necesaria que el relato requiere. En este lugar, parecido, se sitúa la historia, sin que éste sea aquél, que algún lector estudioso o conocedor, haga coincidir. Al norte del país, en la encrucijada de los ríos Cabril, y Corgo, se encuentra la localidad en cuestión, en la región llamada Trasmontana. La ciudad fue fundada hacia mil doscientos setenta y dos, por voluntad, y con los fueros concedidos por el rey Don Alfonso Tercero. En la actualidad, es un punto importante en la industria del vino, además de ser una localidad turística, por su riqueza arquitectónica, entre la que destaca la Catedral Domínica que data del siglo quince. En las cercanías, también se encuentra la prestigiosa Casa Mateus, cuya imagen se asocia al famoso vino Rosè. Los dos visitantes caminaban por la Avenida Ciudad de Orense, después de haber gastado la mañana en visitar la Iglesia de San Dinis, la de la Misericordia, la del Calvario, y la de Carmo. Almorzaron en el centro, y luego paseaban dando un rodeo largo, que los llevaría por la parte de atrás a la Igreja de Nossa Senhora da Conceição. La avenida hace un largo recorrido en curva, desde la Rua Don Pedro de Castro hasta encontrar el primer cruce en la calle Doutor Alberto Pinto Lisboa. Siguiendo en el mismo sentido se encuentra otra callecita idéntica en todo, al menos así les pareció a los visitantes, como si fuera calcada una de la otra; llamada Professor Albano Ayres. Al llegar a esta última esquina, lo pintoresco de su trazado los hizo detenerse, para internarse en su geometría. Pero Paulo, siempre más inquieto, y dado a la aventura, desanduvo su trayecto hasta la calle Doutor Alberto Pinto Lisboa, y desde ahí voceó a Morgado: "Ándate tú por esa calle, y yo me voy por acá, y nos juntamos luego en Professor Albano Ayres con el pasaje Guimarães Pinto". Acostumbrado a estos pequeños caprichos de Paulo, Morgado aleteó con los brazos simulando cierta impaciencia, y echó a andar calle adentro hacia el punto de encuentro, unos doscientos metros más allá. Admiró la arquitectura de las casas, trató de dilucidar el nombre de los árboles que sombreaban las veredas, y saludó a los vecinos que se cruzaron con él, o que con curiosidad lo miraban desde las ventanas. Finalmente llegó a la esquina de Guimarães Pinto con Professor Albano Ayres, donde se detuvo bajo un frondoso roble, a otear la llegada de Paulo, desde la gemela Doutor Alberto Pinto Lisboa. Mucho después, cuando relataba el episodio, Morgado calculaba que le habrá tomado no más de doce minutos, por el paso calmo, debido a que su trayecto sería directo, mientras que el de Paulo requería cubrir la distancia del pasaje Guimarães Pinto; para llegar a la esquina de encuentro. Era, por lo tanto, imposible que Paulo hubiera llegado antes que él. En todo caso, ambas callecitas iguales, eran ciegas, y sólo se comunicaban entre si, por el pasaje, o por la Avenida Ciudad de Orense. Morgado no se internó en el pasaje. Sólo se limitó a esperar bajo el roble, mirando al poniente, en espera de ver aparecer a su amigo. Una muchacha pasó junto a él, y le sonrió con ojos castaños y dientes muy albos. Un pañuelo con dibujos florales sujetaba su pelo. Morgado recuerda más tarde, que le llamó la atención los senos tan hermosos de la joven, lo que no es de extrañar, ya que era casi lo único que siempre ponderaba en las mujeres. De la casa de la esquina bajó por unas escalerillas de piedra, después de atravesar la reja de fierro labrado en forja, un niño de unos ocho años, que llevaba de la mano a otro de no mas de dos. "Buenas tardes" le dijo, "llevo a mi hermano chico a pasear, porque estaba muy aburrido", y enfiló calle abajo hacia la avenida. Unos minutos más tarde, que Morgado estima en no mas de ocho, que habrá demorado el niño en llegar a la esquina de Ciudad de Orense, donde asegura haberlo visto entonces, él miró su reloj y eran ya las cinco y diez minutos. Morgado pensó que Paulo se habría encontrado, así como él mismo, con gente en la calle: vecinos, niños, algún vago; y de seguro habría iniciado una buena conversación, como siempre lo hacía. Era precisamente ese detalle, lo que hacía estimulante la amistad con Paulo. Siempre había alguna pequeña aventura con cualquiera en la calle, o con el dependiente de la tienda, o quien fuera. Siempre había alguna sorpresa. Recordó cuando en cierta ocasión entró a un almacén de barrio, donde atendía un italiano, que tenía un uso relativamente pobre del idioma. "Perdone usted: ¿Cual es su nombre?" preguntó Paulo. "Angelo Ballenzoni" respondió el almacenero. "¡Ah! Bien. Don Angelo" dijo Pablo, "¿tiene usted agua en polvo?". El hombre sorprendido, ladeó la cabeza, y entrecerró un ojo: "¿Comme dice?" preguntó. "Agua... agua en polvo". dijo con absoluta seriedad Paulo. "Non capito" dijo el hombre, cerrando ahora ambos ojos, como para concentrarse en la comprensión del pedido. "Es para la leche del desayuno..." complementó Paulo. El italiano miró a Morgado, por si tenía una explicación. Éste sólo se encogió de hombros. Entonces, como si fuera todo normal, respondió: "Hoy no llegó con el pedido. Pase mañana a la hora de su desayuno... tal vez...". "Cuando salíamos de la tienda", cuenta Morgado, "el italiano volvió a mirarme, y sonriendo, se toco ambas sienes con los cordiales".
Morgado volvió a mirar el reloj: Eran las cinco veintisiete, asegura él. Entonces, atravesó al frente, donde había un pequeño café o bar, con mesitas en la vereda, justo mirando al pasaje Guimarães Pinto. Se sentó. No había nadie a esa hora, dice Morgado. Ni en las mesitas de la vereda, ni en las del interior. Solamente el dueño, Don Figueiroa, que leía un diario, con el que luchaba por mantener quietas las páginas, que se volaban con el viento; estaba sentado en la caja. Pidió un café.
Morgado hizo durar el café, según recuerda, unos veinte minutos. Cuando pidió otro, ya eran veinte para las siete. Algunas mesas más ya tenían parroquianos, que tomaban bebidas o cervezas, conversaban alegres en voz alta, con un acento duro, distinto del de Paulo y Morgado que sonaba con ese aire optimista de bossa nova. Alguna pareja por ahí, se tomaba de las manos, y se miraban a los ojos sin hablar. Morgado vio pasar de vuelta a la muchacha de los hermosos senos. Ahora notó que con la brisa, la falda se apegaba a su geometría, hermoseando la forma de sus caderas danzantes, su vientre alabeado, y sus muslos redondos. Le pareció que sus ojos se habían tornado azules, y sintió deseo. Siguió tras ella, con la vista, hasta que se perdió en la última curva del relieve de la calle. "No han de haber sido más de tres minutos que fui tras ella" relata después Morgado. "También vi llegar al niño que sacó a pasear a su hermanito" asegura. Dice que ésto ocurrió después de las ocho y diez, pues a esa hora vio su reloj. Don Figueiroa corría ahora frenético de mesa en mesa, atendiendo pedidos, cobrando, dando vueltos, retirando platos y vasos sucios, en fin. Una pareja extraña se detuvo bajo el roble. Ella era una mujer maciza, de carnes duras, ominosa, mostradora: Sus senos grandes, aunque no enormes, rebalsaban de su escote en punta, profundo a través de la alcancía que formaban al centro. Sus manos estilizadas pero grandes, ya mostraban las primeras pecas de la edad. Una falda muy ajustada y larga cubría una de sus piernas, mientras la otra muy blanca y torneada escapaba por un largo tajo, que subía casi hasta el calzón. Con ésta rodeaba la de su compañero, ajustándolo a las formas de su propio cuerpo. Su cara, de rasgos finos y alargados hacía un contrapunto raro con su cuerpo abundante y erótico. Para ajustar esta rara antisimetría, se había maquillado muy recargada. Su acompañante era casi un niño, aunque muy alto, daba la idea que sólo le habían crecido las piernas. Se recargaba sobre la mujer, y le hablaba todo el rato a muy corta distancia de su rostro, que no miraba. Sus ojos claros y ansiosos no se apartaban del escote y los senos suavemente húmedos de ella. Toda su ropa era muy suelta y raída. Dos tajos horizontales en su pantalón dejaban ver unos calzoncillos verde botella muy sueltos. Cubría su torso con una camiseta sin mangas, y muy sucia. Constantemente aleteaba con las manos, intentando meterlas por el tajo de la falda, o por el escote. A veces lograba agarrar una pechuga, y soltaba estruendosas risotadas bobas, de niño nervioso, o decía: "¡Aaaayy que rrricooo...!". Por lo que cuenta Morgado, deben haber sido más de las nueve, cuando la mujer apoyó una mano en el pecho del muchachón, apartándolo, y metió la otra, con rapidez y precisión en su bolsillo. Extrajo varios billetes, que ponderó de soslayo, y guardó luego en su propio calzón, a través del tajo de la falda. Dice Morgado que la mujer tenía un vello púbico abundante y más oscuro que el cabello. A pesar de todo, asegura que no se distrajo más que unos pocos segundos, de modo que nunca perdió de vista toda la extensión del pasaje Guimarães Pinto. Después la mujer se zafó del hombre, y se fue cimbrando las caderas calle abajo hacia la Avenida de la Ciudad de Orense. Morgado calcula que serían entonces, las nueve y cuarenta minutos. El tráfago de la tarde ya había pasado. El local continuaba lleno, el clima cálido favorecía las tertulias, pero se notaba ya, que los parroquianos que quedaban eran los habituales del lugar, especialmente porque Don Figueiroa ahora iba recorriendo las mesas, sentándose en cada una de ellas, para departir con los clientes. En el ambiente flotaba una sensación de amabilidad, y agrado. A pesar que Morgado se distraía a veces, siguiendo las conversaciones de las otras mesas, costumbre muy acendrada en él, asegura que nunca dejó de avistar la esquina de Guimarães Pinto con Professor Albano Ayres. Tan pronto vigilaba lo que ocurría en la vereda del roble, como en la de enfrente, donde bajo el farol tenue de la calle se instaló una jovencita delgada, con una chamarra, que parecía esperar eternamente a alguien. Con las manos en los bolsillos, miraba con gesto asustado, mascando chicle, hacia la oscuridad de la calle. A veces se ocultaba paseando hacia la noche de Guimarães Pinto, otras se apoyaba en el farolito, y miraba las estrellas con gesto aburrido. O también se bajaba al medio de la calle, y agachándose miraba hacia el lado de la avenida, como si de allá, desde ese infinito, fuera a venir su esperanza. De repente, un hombre con un perro rojo, atado a una correa, y una vara larga en la otra, emergió desde ese lado. La jovencita sonrió al verlo y buscó el área iluminada del farol, para hacerse ver. El hombre del perro no pareció interesarse para nada, sin embargo, el animal comenzó a dar brincos, y tironear de la correa intentando acercarse a la mujercita. Finalmente el hombre, siguiendo el impulso del perro, llegó junto a la muchacha, y entró en conversación con ella, mientras el animal meaba el farol, la pared, y un grifo de agua que había en el lugar. Después de un rato, el hombre siguió su camino, casi sin mostrar interés en la muchacha, pero ella lo siguió, un paso detrás, con aire suplicante. El hombre se perdió en la oscuridad, y la joven volvió sola, y continuó mirando el infinito hacia la avenida, por mucho rato más. Dice Morgado que cuando al fin se fue, caminando por el pasaje Guimarães Pinto, eran las doce y diez de la noche. El pensó que la muchacha finalmente había clausurado sus ilusiones. Al menos por ahora. Reflexionó en su propia situación, pero se dijo que Paulo, tarde o temprano, llegaría aún cuando hubiera sido seducido por alguna aventura, y partido tras ella. Paulo era siempre cabal en su palabra. Él iba a llegar. Pidió entonces un vino fuerte, tinto, y lo fue bebiendo lentamente, mientras aspiraba su aroma junto al ambiente del lugar, al que ya había comenzado a entender el encanto. El local había empezado a vaciarse. Algunos ya se iban, alegres conversando, calle abajo, otros se recogían en las casas cercanas. Alguno partía dando tumbos, ayudado por sus contertulios.
Don Figueiroa se sentó en la mesa de Morgado.
Morgado le relató la situación en que se separó de Paulo, y cómo habían quedado de acuerdo. Don Figueiroa se extrañó de la situación, ya que no veía razón para que Paulo demorara más de veinte minutos.
Mucho rato conversaron de ésto, antes que Don Figueiroa percibiera que ya no quedaba nadie, salvo ellos, en el café. Era la una veinticinco de la madrugada. Don Figueiroa lo recuerda bien, porque pensó si ya debía cerrar, y miró entonces la hora. Pensó darle otros cinco minutos.
Morgado era un buen conversador, y lo distrajo con sus historias. Había recorrido el mundo, y en cada lugar había urdido una aventura que contaba con pasión, haciéndola fascinante. De este modo, cuando don Figueiroa recordó los cinco minutos, ya eran veinte para las tres de la madrugada. No sólo el local estaba vacío, sino también la calle, la Avenida Ciudad de Orense, y tal vez ellos eran unos de los muy pocos que aún velaban en toda la pequeña ciudad, de manera que Don Figueiroa se preocupó por su huésped.
En el departamento de Don Figueiroa conversaron dos botellas de vino de Porto, hasta que, sin amanecer aún, comenzaron a oír los primeros trinos al despertar de los pajaritos. Entonces el dueño de casa se disculpó, y se fue a dormir. Morgado veló hasta que las sombras fueron barridas del pasaje Guimarães Pinto, por la luz del nuevo sol. Tal vez se fió de la claridad y se descuidó. La cabeza cayó sobre su hombro derecho, y éste sobre un brazo del sillón. Ahí lo encontró Don Figueiroa al sentarse a tomar su desayuno.
Al tercer día, a la hora de cerrar, Don Figueiroa se sentó a la mesa de Morgado. Conversaron de la gente que habitaba el lugar, de la que aparecía al caer la tarde, de los parroquianos que suscribían ciertas mesas, de los que ventilaban sus asuntos en voz baja, y de los que con sus expresiones jubilosas daban vida al local. Morgado había aprendido a conocer a esa gente. Algunos ya lo saludaban con alegría, otros le sabían el nombre, unos tantos más la historia.
Morgado rió resignado.
Morgado pidió disculpas por las molestias, y después de insistir muchas veces, pero débilmente en la necesidad de buscar un alojamiento que liberara a su anfitrión, acordó con éste una suma apropiada, para alojar con él, pero sólo por unos pocos días. De esta forma, Morgado no sólo se hizo costumbre en el tranquilo paisaje urbano, sino que aprendió su rutinas: Alrededor de las cinco, Betania, la muchacha de hermosos senos pasaba por la vereda de en frente, y ya no volvía hasta después de las seis y media. Ella siempre le regalaba sus sonrisas, que desplegaba con sus dientes blanquísimos, y sus ojos castaños. Él le devolvía la sonrisa, y soñaba un rato con sus pechos magníficos. No antes de diez minutos, Mateo cruzaba la reja labrada, y bajaba la escalerilla de piedras, llevando de la mano a su hermanito, para su paseo cotidiano. Al volver, Betania traía algunas compras, y el viento apegaba sus vestidos a su cuerpo. A esa hora comenzaban a llegar los parroquianos al café, y ella entonces buscaba con la vista a Morgado, pero la quitaba si él la sorprendía. Este juego se repetía cada día, y ambos lo esperaban con cierta ansia. Morgado, solo en su mesita, le decía en su mente a Paulo: "Esa mujer, realmente, me gusta mucho". Y sólo a veces agregaba: "Si no fuera que aquí sólo estamos de paso, alguna vez la hablaría, y trataría de llegar a su corazón". Cuando Betania ya se perdía en la vuelta, al confín de la calle, Morgado hacía su apuesta diaria: "Hoy" le decía a Paulo, "yo apuesto a que Mateo vuelve por Guimarães Pinto". Paulo no siempre pensaba como él, y entonces la incertidumbre le daba cierto encanto al paseo de los niños. Roberta, con sus manos grandes y finas, sus pechos abundantes y húmedos, sus muslos blancos y redondos, que escapaban por las aberturas persistentes de sus vestidos; venía casi siempre, pero cada vez con un hombre diferente, con el que luchaba (y no era posible llamarlo de otro modo), bajo el roble donde Morgado recordaba haber esperado largo rato a Paulo, el día que perdió su rastro. Siempre los hombres se esmeraban por llegar a las carnes íntimas de Roberta, mientras ella se defendía entre risas, juegos de mano, y contorsiones eróticas que finalmente concluían en algún acuerdo, que los llevaba en un abrazo íntimo, calle abajo sin destino conocido, o bien, ella conseguía penetrar las defensas del varón, y extraerle la médula de su interés. Cuando ésto sucedía, ella ponderaba, siempre de soslayo, el monto del botín, y lo guardaba a través del tajo de sus vestidos, entre el pubis y el calzón. En estas ocasiones, Morgado creía tener la oportunidad de calificar el tono del vello púbico de Roberta. En ocasiones, cuando Morgado se sentía especialmente lleno de energía erótica, le parecía a la distancia que Roberta tenía los ojos muy claros, casi transparentes, y el vello pubiano rubio y largo. Alguna vez llegó a pensar que si lo dejara caer libremente, le llegaría casi hasta las rodillas. Algunos parroquianos del café, que habían percibido a Morgado, como un cliente solitario, y atento a los sucesos en torno a la esquina, habían, discretamente, interrogado a Don Figueiroa, y se habían enterado de lo que todos opinaban, era una espera inútil. De esta manera en algunas mesas de tertulia, se comenzó a hablar de Morgado, y de la desaparición de su amigo. La mayoría creía que Morgado debió partir a buscarlo, y no concebían que éste lo hubiera esperado, ya, por más de tres meses. Algunos defendían su lealtad, aunque no la forma de ejercerla. Éstos opinaban que el debió esperar un tiempo prudente, y luego debió tomar alguna acción, pero que aquello ya era imposible, y en ésto su pensamiento coincidía con el de aquellos que creían que era completamente ilusorio prolongar la espera. Los más eran los que sentían que Morgado debería iniciar ya, la búsqueda de su amigo, en la calle Doutor Alberto Pinto Lisboa, preguntando a sus vecinos. Y en todo caso, nadie comprendía su actitud pasiva, a la espera de los sucesos. Con todo, Morgado se veía como un buen hombre, y aquellos que eventualmente oían sus conversaciones con Don Figueiroa, sentían además, que era un buen conversador, y que había vivido una vida especial e interesante. Así fue como alguno aprovecho de acercarse a su mesa, cuando allí se sentaba el dueño del café. Poco a poco, los parroquianos habituales se hicieron amigos, y partícipes, de la vida de Morgado, en especial porque en estas circunstancias él había sido un solitario, entonces la gente del café se convirtió en su familia, o como si así lo fuera. Primero, todos le daban consejo en relación a cómo debía resolver su situación, y era la costumbre de aquellos que se iban integrando a su círculo de amistades, hacerle ver lo equivocado que estaba. Morgado recordaba después, cuando ya todos lo conocían, y habían aceptado su forma de ver las cosas, que en ese entonces habían pasado apenas algo más de tres meses desde que su compañero de aventuras Paulo, había partido tras algún evento desconocido. A pesar que ahora Morgado, generalmente estaba acompañado en su mesa, que a veces era incluso, la más activa, él se reservaba los momentos personales, en los que sonreía a Betania, cuando a eso de las cinco pasaba, tal vez a comprar, hacia la avenida De la Ciudad de Orense; o apostaba a la ruta de regreso de Mateo y su hermanito; o a si Roberta lograría hoy su botín, y él mismo, esa anhelada visión, del vello púbico más erótico del mundo, según había ya llegado a considerar.
Con el pasar del tiempo, Morgado fue agotando sus recursos, mientras esperaba la aparición de Paulo. Llegó el día en que no pudo pagar su consumo en el café, y entonces Don Figueiroa, al llegar por la noche al departamento, sacó un vino de Porto, de la mejor cosecha, sirvió dos copas, y después de ofrecerle una a Morgado, dejó la botella, disponible, ventilándose sobre la mesa, sugiriendo que la conversación sucesiva sería larga.
Ese día conversaron hasta el amanecer. Pudorosamente Morgado, bajaba los ojos, intentando reprimir la emoción. El vino de Porto se terminó a poco andar, entonces Don Figueiroa abrió un Aguardiente Conde de Carreira, que fue también conversada, y paladeada, hasta las últimas gotas, reforzando una amistad que había comenzado, ya, desde el primer día que Morgado se sentó en el café. Don Figueiroa contó su vida y sus planes, que eran en realidad, nada más que sueños. El destino lo había ubicado en esta esquina, y en ella había jugado sus cartas, con la ilusión de conseguir en poco tiempo dinero suficiente para instalar un localcito en el centro, más concurrido, y allí juntar una cierta cantidad para viajar. "No sabe usted cuanto me haría feliz, el conocer el Brasil" le confesó.
Pero la verdad era que Don Figueiroa sólo soñaba con éxitos en los que no confiaba. Tal vez nunca saldría de este municipio del lugar. Y no le importaba demasiado, ya que amaba su vida como era. Tenía su buen pasar, sus amigos, y lo demás eran anhelos que todos tenemos, pero que no veía como podría llegar a realizarlos. Morgado llegó a ser un amigo importante para él, ya que era un hombre de mundo, que conocía muchos lugares, que había vivido su vida en Brasil, conocía grandes y pequeños lugares en América, en Europa, y tantos sitios que para él tenían nombres mágicos y sugerentes. Era como si pudiera vivir a través de sus relatos y aventuras, lo que la suerte le había negado. A la vez, le producía una cierta satisfacción que este hombre universal hubiera llegado a instalarse en su pequeño rincón del mundo, y se hubiera convertido en su amigo, y además tuviera una cierta dependencia de él. Morgado miró al antiguo roble de la vereda de enfrente, como buscando ahí la respuesta, sin embargo, él recordaría, años después esta ocasión, y diría que sabía con claridad que habían pasado entonces, tres años y cuatro meses. Es que era julio, decía, y llegué en abril, a comienzos de primavera. Además el hermano de Mateo ya tenía cinco, y a veces se arrancaba y quería atravesar las calles solo. Sin embargo, siempre que evocaba esos tiempos, en la medida que se iban yendo, miraba el roble de la esquina de Professor Albano Ayres, con el pasaje Guimarães Pinto. Era como si ese roble fuera guardando todos los sentimientos, todos los sucesos, todos los destinos, de la vida que él fue viviendo junto a aquellas gentes.
Recordó el día que vio ahí, por vez primera a Betania, con sus ojos que sonríen, y su pañuelo floreado para sujetar el pelo oscuro y ondeado, que el viento envidioso se quería llevar. También fue ahí bajo la sombra del roble donde le habló por primera vez:
Ella mostró dos corridas de dientes hermosos, y con un gestito coqueto, se colgó de su brazo.
Desde ese día pasearon juntos, Se detenían a la orilla del rió y lanzaban piedrecitas, para ver quién llegaba más lejos. Siempre, antes de partir, Morgado dejaba encargado a Don Figueiroa que vigilara el pasaje Guimarães Pinto.
Por el camino, como niños, iban recogiendo las mejores piedras para ganar las competencias que realizaban, mientras conversaban de sus fantasías e intereses. Morgado, sin embargo, nunca le habló de Paulo.
En todo caso, ésta era, y así lo hacía ver siempre Morgado, la única salida que hacía, en la que perdía de vista el lugar de encuentro comprometido. Curiosamente, la única ocasión en que creyó ver a Paulo, en todo el tiempo que se prolongó su espera, fue precisamente en uno de estos paseos con Betania. Como siempre, arrojaban piedritas al río, distraídos, y conversando de sus asuntos, como si en el mundo no existiera alguien más. Un hombre delgado, alto, con un bastoncito extraño, ya semi calvo, pasó detrás de ellos, sin que ninguno prestara atención. Cuando se había alejado más de una cuadra, y estaba a punto de entrar por un callejón, Morgado lo vio, y lo reconoció.
Caminaron largo rato intentando adivinar los pasos del hombre del bastón. Betania le suplicaba que dejara la búsqueda y volvieran a casa, pero para Morgado era éste el evento fundamental en su vida, por el que estaba dispuesto a cualquier sacrificio.
Deambularon por los alrededores, se alejaron por las rutas que salían de la ciudad, volvieron, recorrieron, hasta agotar, pequeñas callejas que casi no merecían un nombre y eran nominadas con una simple letra. Llegaron al centro, y finalmente fueron vencidos en el mirador cerca de la Iglesia de San Dinis. Volvieron cansados y defraudados, y se dejaron caer en una mesa del café de Don Figueiroa.
Betania lo quedó mirando sorprendida, primero, y luego amarrándose a la carrera el pelo con el pañuelo floreado, corrió también tras él.
Corrieron una tras otro, hasta llegar a la Iglesia de Nossa Senhora da Conceição. Morgado, agitadísimo, entró e hizo una extraña mueca que significaría una genuflexión, con persignación; y a reglón seguido, comenzó a hurgar los rincones, a examinar a los orantes y penitentes, a los turistas, a quienes salían contritos de los confesionarios, a monaguillos y sacristanes; todo ello sin resultado alguno, mientras Betania, avergonzada, y en recogimiento, miraba la hermosa imagen de Nuestra Señora de la Concepción sobre el altar mayor, como pidiendo disculpas por la falta de respeto de su hombre, a la vez que oraba por el buen término de su diligencia.
Finalmente, fracasado, Morgado volvió al portal de la iglesia, junto a Betania, haciendo un gesto de desilusión. Entonces ella lo vio.
Morgado alcanzó a ver cómo el hombre rascaba su espalda con el mango del bastoncito, mientras se escabullía de la iglesia por una puerta lateral. Corrió, saltando las bancas, y evitando a los feligreses y sacristanes, y cruzó la misma puerta que el hombre del bastón, perdiéndose de vista. Mientras Betania había salido por las mamparas principales de la iglesia, y corrido por fuera hacia el lugar. Allá en la esquina encontró Morgado apoyado en el grifo de agua, girando en torno, mientras escarbaba con la mirada buscando al hombre del bastón.
Nunca más se volvió a ver al eventual Paulo, ni se pudo saber a ciencia cierta si era él. El tiempo pasó, cansando ilusiones, como siempre hace; dejando verdades en forma de recuerdos, que con frecuencia atacan nuestra melancolía, y con nostalgia desnudan nuestros errores.
Betania pasaba, como siempre, a las cinco de la tarde, cuando el café aún dormitaba la siesta, y regalaba a Morgado, su sonrisa cada día más rendida. Él le salía al encuentro, y le ofrecía su brazo. Como siempre caminaban hasta el puente en la avenida Noruega, donde lanzaban piedritas al agua. A veces recordaban, él con pesar, ella con desazón; el día que vieron al hombre del bastoncito. Ella a veces le preguntaba si algún día olvidaría la larga espera por un destino incumplido, y no clausurado, que lo ataba tan ferozmente, de manera que imponía un castigo cruel no sólo a Morgado, sino a los demás que se interesaban en él.
Ella intentaba decirle que su alma se iba secando con su juventud esfumada, con la compañía obligada en esta tozuda espera. Morgado sólo se limitaba a agradecer su apoyo desinteresado y generoso.
Al volver, a paso lento, a veces se cruzaban con Mateo, que acompañaba a su hermano menor en las diarias correrías por el centro, en busca de jovencitas.
Entonces la pareja atravesaba a la vereda del frente, y se sentaban en el café a esperar que llegara la gente a la tertulia vespertina. Muchas veces se les unía a la conversación, cuando ésta no parecía demasiado íntima (entonces permanecían con las manos tomadas), Don Figueiroa. Cuando ésto sucedía, la conversación se hacía liviana y divertida. El patrón conversaba de sus salidas a los alrededores, de las anécdotas que oía de los parroquianos, de los planes para cuando juntara suficientes ahorros como para viajar. Entonces interrogaba a Morgado sobre sus conocimientos del mundo, y en especial de los lugares que él mismo soñaba con visitar. En estas ocasiones la conversación saltaba de su languidez habitual, a un ritmo de música que arrancaba risas y pequeños aplausos a Betania, que entonces hacía flamear el pañuelo que sacaba de su pelo, en la brisa de la tarde rosada. Morgado recuperaba una alegría, y vivacidad, que su estacionamiento en un pequeño rincón del universo le había restado, cuando hablaba de Cabo Verde, o de Timor, de las Azores, o Mozambique: "¡Nunca vi morenas con tanto ritmo!" ponderaba, y Don Figueiroa se imaginaba todo el doble de hermoso, el doble de alegre, y el doble de mágico que en realidad era; y riendo levantaba los brazos y exclamaba: "¡De allá soy yo!, ¡sin duda lo soy!".
Al notar que la espera de un destino imposible, su enemigo eterno, era más fuerte que su fatiga, que su pobre ilusión, y que la razón de Morgado, Betania perdía la luz de sus ojos, y con una sonrisa amarga se levantaba de la mesita.
Morgado la veía alejarse, como ese primer día, y pensaba, como entonces, que cuando ya estuviera libre de su compromiso, le gustaría enamorar a una joven como esa. Mientras tanto, no sabía que iba a suceder cuando Paulo llegara, como se habían comprometido hace más de trece años, y si él querría cambiar tantos planes ya forjados en aquel entonces. "Le explicaré" se decía, "que en este tiempo he llegado a tener una bella amistad con esa mujer, que camina allá, cimbrando esas hermosas caderas; y que podría fácilmente enamorarse de ella, cosa que ha estado resistiendo desde muchos años". Creía que Paulo lo comprendería, y tal vez si, como siempre ocurría, le diría: "¡Anda Morgado enamórate de una buena vez!. Siempre dije que eras el hombre más extraño que conocí: ¡Mira que esperar por mi aprobación!. ¿Es que no te imaginas que yo, mientras tanto he hecho tres vidas diferentes, con sus respectivos amores, fortunas ganadas y perdidas?. ¿Acaso crees, que en tu lugar, no habría tenido ya cinco o seis chiquillos con ella?". Y se imaginaba explicando a Paulo: "Es que tú venías en camino. Tal vez si hubiera sido al revés, yo también habría hecho como dices. Sólo si tú hubieras llegado antes... Si hubiera sido así...". La figura, delineada por la brisa, en la organza de sus vestidos se perdió en ese momento en la última curva de la callecita, en un día más de la rutinaria vida del lugar. A eso de un cuarto para las nueve, los parroquianos del café ya estaban todos servidos y conversando lo suyo, de modo que la actividad de Don Figueiroa y Morgado se aquietaba. Entonces se sentaban en alguna mesita a compartir la tertulia de sus clientes. Morgado, a veces, se sentaba solo, como el primer día, a escudriñar el pasaje Guimarães Pinto, y la esquina del postergado encuentro con Paulo. A la tenue luz del último atardecer, cuando el sol huye, ocultándose hacia el sector de São Dinis, astillando el contorno de las cosas, con un suave tono de vino rojo, Morgado ve llegar a Roberta, la acompaña un hombre mucho más joven que ella, muy atildado, de bigotines finos, peinado alto, de pelo brillante por la humedad permanente que le concede la vaselina. Viste un traje de tres componentes: Pantalón muy ancho, estilo Oxford, chaqueta con abultadas hombreras y solapas anchas, muy ajustada al cuerpo, con abundantes botones; y chalequillo acinturado. Todo en color gris muy oscuro y anchas rayas blancas. Todo el conjunto es suntuosamente pretencioso. En contrapunto, Roberta, como siempre usa un vestido provocativo, que deja ver la sustancia de sus atributos, y oculta coquetamente lo accesorio. Así por ejemplo, la falda alcanza a cubrir entre doce y quince centímetros de la pantorrilla, mientras un amplio tajo descubre un muslo firme y torneado de color muy blanco, y apenas suavemente tostado. Un escote profundo deja entender sus abundantes, aunque no excesivos, senos, que ya requieren de la paciente colaboración de un negro sostén de encajes. Por sobre la suave tela de satín, se dibuja la forma de sus pezones, que Morgado siempre imagina de color marrón oscuro. Sus ojos de gata hechizan a su acompañante con una mirada cínica, enmarcada en el pelo, que hoy por hoy es más liso, y más oscuro (casi negro) que lo que Morgado recuerda de la primera vez que la vio, con aquel joven de calzoncillos verde botella. Sus manos hermosamente finas, y grandes, recorren suavemente el cuerpo de su pareja, como si disfrutara acariciándolo. Morgado sabe que esos dedos buscan algo, que de existir, será indefectiblemente encontrado. Algún mohín en su cara delata el cansancio y aburrimiento. Morgado sabe que cuando eso ocurre, Roberta no se detiene bajo el roble, sino que atraviesa al café, y se instala en una mesita a aburrir a su fallida presa.
En efecto, Roberta, escurriéndose como una serpiente, evade los acosos intensos del siútico, y atraviesa, bajo el roble, al café. Al ver a Morgado toma la mano de su pareja, y lo atrae hacia su mesa.
El siútico murmuró algo entre dientes, tratando de alcanzar la boca de la mujer con la suya, mientras luchaba con sus largas manos por entrar a su escote, como si fuera una culebra.
Mientras el siútico hurgaba ansioso en el terreno conquistado, Morgado vio como ella extraía limpiamente la billetera del hombre, y revisaba con destreza su interior. En breves segundos había sacado los dineros que en ella había y los había guardado a través del tajo de su vestido. Luego besó largamente al estúpido, mientras devolvía la billetera a su lugar.
El hombre se resistió durante buen rato. Se opuso con sus brazos largos, su boca fina de hombre cínico, su mirada de farsante conquistador, y su actitud pegajosa. Ella rechazó, firme, todos sus recursos. Aburrido de batallar, de pronto se paró y dijo:
Cuando se hubo alejado ella enterró sus ojos de gata en Morgado.
Morgado dejó escapar una risita nerviosa. Se quedó mirando a la mujer, que tanto había observado en su oficio antiguo, y al penetrar su rostro, su cuello, su pecho, evocó tantos años transcurridos, y se dijo: "Que lugar extraño éste. Aquí todo parece estar quieto, detenido, nada se mueve, excepto el tiempo". Al frente, se había encendido el farolillo, en la esquina opuesta al roble. Por la escalerilla que conduce a la reja de fierro forjado subían las siluetas de Mateo y su hermano que ya volvían del centro para la cena. El café estaba lleno de gente. Quizás la misma que hace diez y siete años vio a Morgado sentado en esa misma mesa, por primera vez. Al ver a Morgado sonreír ausente, Roberta insistió, coqueteando.
Él la vio irse, y pensó que el movimiento de su cuerpo, ya tan experto, tenía una cadencia, y una comba en las caderas, de infinita sensualidad. "Así es como se va el tiempo, tan dulce, tan suave, y yo lo dejo ir, sin vivir". Muchas veces, cuando la gente comenzaba a marcharse, después de la tertulia, mucho después que Betania volvía, coleccionando el tiempo, por el fondo curvo de la calle, rumbo a su casa siempre igual, cuando Don Figueiroa, y Morgado comenzaban a visitar las mesas de los habitués, avivando las conversaciones, regalando un aguardiente, un vino dulce, compartiendo una cerveza; aparecía una mujer joven, con aire de esperar a alguien, masticando chicle, con las manos enfundadas en los bolsillos de la chamarra. Se refugiaba bajo la luz del farol de la otra esquina, frente al roble, desde allí miraba hacia la negra boca que se abría hacia la avenida Ciudad de Orense. Eventualmente se inclinaba hacia adelante para mejor ver, mostrando en este gesto su ansiedad. Su pelo de color miel caía liso por los costados de su cara, sobre las orejas, que apenas se asomaban entre sus hebras, mientras arrugaba ligeramente los párpados, ante sus ojos intensamente azules, como si este gesto le permitiera penetrar la noche, o su oscuro destino. A veces la mujer, como para aliviar el hastío de la espera, caminaba a paso lento hacia las sombras del pasaje Guimarães Pinto, y luego al volver bajaba al medio de la calle, y volvía a escudriñar el camino que anhelaba su destino. Agotaba, en ocasiones, el tedio, apoyada contra el farol de tenue luz amarilla, mirando venir las mariposas de aburrido color, a estrellarse contra el cristal de la lámpara, o en las noches de cielo claro mirando el fulgor constelar de Los Lebreles, del Cochero, o de Castor y Polux. Alguna vez emergía de la noche, casi siempre desde la avenida Ciudad de Orense, pero también desde Doutor Alberto Pinto Lisboa, por Guimarães Pinto, un hombre, de aspecto declinante, que ya ha gastado las energías de tener, y que hoy por hoy acopia las de retener; sujetando un enorme perro rojo de una correa elegante de paseo, mientras en la otra mano sostenía una varilla larga que hacía zumbar constantemente. La mujer al verlo sonreía melancólica con su boca fina, de dientes perfectos, y sus ojos azules que se comprimían tras los párpados. El perro rojo, no bien la veía, comenzaba a tirar la correa que limitaba su libertad, ladrando y gimiendo amistoso. Ella se agachaba y lo acogía, aceptando sus golpazos de lengua y orejas. El hombre, en cambio, adoptaba un aire reticente. Después de acariciar al perro, la mujer se erguía, y le hablaba al hombre. Éste, frecuentemente se encogía de hombros, o negaba con la cabeza; sin embargo, conversaban largo rato, durante el cual la mujer parecía buscar alguna intimidad con él, buscaba sus manos con las propias, sus ojos que la esquivaban, con los suyos azules, en fin. El perro rojo, mientras, orinaba el grifo de agua, el poste del farolito, o intentaba cazar en el aire, alguna mariposa de vuelo idiota.
Morgado siempre sorprendía estas escenas, que le producían cierta intranquilidad. "¿Por qué lucha, siempre, contra un destino esquivo?" se decía. Después de verla por más de veintitrés años, hacer la misma apuesta, insistentemente, había concluido que el azar se tiraba eternamente, y que el destino se hacía de seleccionar y adquirir opciones de ese sorteo.
Los otros parroquianos, que con ellos habían observado a la mujer, en tantas ocasiones, tejían teorías sobre la situación. Unos creían que ella fue, en algún tiempo pretérito, su amante joven. Otros sostenían que ella, cuando niña, había, obligada por sus padres, regalado el perro rojo a aquel hombre, y que ahora ella venía a reclamar su restitución, a lo que el hombre se negaba. Ellos son esposos, decía un tercero, y esta escena es sólo parte de un juego erótico que practican a instancias de él. ¡No! - aseguraba alguien más -. Ella fue su esposa, pero él la expulsó de casa. Ella siempre suplica que la deje volver, y el se defiende con su vara de membrillo. Cada uno exponía, de este modo, una teoría distinta, y cada vez que se producía la conjunción, cada uno creía ver señas nuevas que reafirmaban su propia teoría. Morgado los oía a todos, y pensaba que, cualquiera fuera el caso; que incluso había suscitado apuestas de distinto tipo, tales como: Que hoy se van juntos, o que el hombre aparece por Guimarães Pinto o por Professor Albano Ayres, o que hoy no viene, o también si el perro orina primero el farol o la toma de agua, e incluso, los más audaces apuestan si él le da finalmente un varillazo o no; el destino sólo se maneja abalanzándose persistentemente sobre sus alternativas. Así lo sostenía en la tertulia del café, pensando, sin mencionarlo, en su propio destino dilatado. Finalmente, el hombre, tal vez aturdido por la insistencia de la mujer, reiniciaba su paseo calle adentro. Ella lo seguía, al parecer suplicante, pero luego se daba por vencida, y volvía bajo el farolito, donde se quedaba largo rato masticando con rabia el chicle que nunca abandonaba. Cuando se tranquilizaba, volvía a echar algunas miradas calle abajo, y finalmente se iba por Guimarães Pinto, perdiéndose en la oscuridad. Morgado la ve irse, hasta que se pierde, con las manos metidas en su chamarra de mezclilla azul desteñida, y siente que una melancolía loca le revuelve el pecho, con una extraña densidad. Siempre, en estas ocasiones calcula cuanto lleva viendo el tiempo detenido en los mismos sucesos, en esta rara esquina: "Hoy ya son veintitrés años" se dice. Al amanecer, el sol visita primero el sector de São Pedro, y desde ahí va dibujando color plata la mañana de las cosas. Dibuja sombras largas que penetran y atraviesan el pasaje Guimarães Pinto, señalando las casas simétricas, que se van dorando al fondo, en Doutor Alberto Pinto Lisboa, iguales a las que aún sombrías comienzan a bostezar sus postigos en Professor Albano Ayres. Ante la ventana del departamento de Don Figueiroa, Morgado intenta dar su imagen habitual a la mañana. Un vago cansancio le pesa sobre los hombros, sobre los brazos. Es como si su propia cabeza no cupiera dentro de sí misma. Le parece que afuera todo ha sido aplastado contra un sutil telón, sobre el cual sólo permanece nítido el añoso roble de la esquina. Más allá, el sol es una vaga bruma que se disuelve en la neblina de la sombra. Una manchita pequeña y difusa, tal vez irreal, se recorta contra las casas pintadas de plata por el sol recién amanecido. "¡Paulo!" dice Morgado. No sabe si lo dijo, o sólo lo pensó. "¡Paulo!" intentó otra vez. No supo. Entonces creyó que pensaba, y calculó que hace treinta y seis años que se había detenido en este lugar donde nada se movía, salvo el rítmico paso del tiempo. La figura recortada en el fondo, sobre el telón con sus formas de plata en la bruma, con su nítido roble verde, donde el destino habría de conjugarse; seguía caminando, sin acercarse nunca. Morgado cerró los ojos, creyendo aclarar lo que veía. En su retina se dibujó la misma escena, en rojo y negro. El roble parecía texturado de azul intenso en su tronco, y las hojas tomaban un tono arzobispal luminoso. Quiso abrir los ojos pero no pudo. Se echó sobre el sillón, y se oyó decir: "¡Por favor!". Lo único que podría recordar con precisión, después, es que eran pasadas las siete y media de la mañana, ya que la sombra del roble alcanzaba al descansillo de la escalera de piedra. Tal vez fueron sólo algunos minutos, quizás fueron días, o meses. Morgado no lo sabe. Recuerda haber vivido en un mundo de colores inversos, sin ninguna perspectiva, donde el roble tenía hojas purpuradas y tronco azul, y el universo consistía de una sola escena, en la que un ser difuso de color verde muy denso se movía sin avanzar desde el fondo del pasaje Guimarães Pinto. Él quería salirle al encuentro, y gritarle: "¡Paulo, amigo!, ¡aquí!" pero no tenía voz. Intentaba correr hacia él, pero sus pasos no lo acercaban, por más rápido que corriera. Entonces la escena se diluía, y su voz gritaba: "¡Por favor!...¡Por favor!..." interminablemente. En ocasiones su voz le decía al oído, en absoluto silencio: "Estas muriendo...¡Nada que hacer!". Él se oponía a esa voz silenciosa, con toda la fuerza de su espíritu, y volvía a ver la escena de colores inversos, donde los rojos eran color cielo, y el cielo tenía un color anaranjado de oro añejo, las personas eran verde oscuro, y los follajes púrpuras. Las ventanas asfixiadas de sol matutino, despedían intensos brillos negros desde la calle simétrica del fondo, y por el pasaje corría siempre sin avanzar ese personaje difuso, sin identidad al que él gritaba: "¡Pauloooo...!". No supo cuanto tiempo vivió en este mundo inverso y extraño: Pudieron ser sólo minutos, o siglos. Sólo sabe que cuando al fin despertó de la ansiedad ambiente de un mundo inmóvil, el reloj de la pared de su dormitorio marcaba las cuatro y trece minutos. Adivinó que era la tarde, porque por su ventana veía el follaje verde del roble de la esquina. Quiso incorporarse, pero no tenía fuerzas, o no tenía brazos: ¿Tal vez los había extraviado?. Levantó sólo la cabeza, y casi divisó el tronco del roble. Notó que todo el borde izquierdo de la escena estaba rodeado de un aura iridiscente. La cabeza se le cayó hacia atrás sin fuerzas, y se oyó gritar débilmente: "¡Por favor!".
Un rostro, enmarcado en un pañuelo con dibujos florales, bajo el cual ondeaba un hermoso pelo castaño, apareció frente a él. Le sonrió con dientes muy albos, y ojos profundos del color del pelo. Morgado de inmediato ponderó la hermosura de sus senos, y luego dijo con voz débil, que no supo si alcanzó a emitir: "¡Betania!. ¡Tú!". Al verla sonreír, Morgado notó que Betania ya no era la mujer joven que él recordaba, y supo que había pasado demasiado tiempo.
Ella lo tomó por debajo de los sobacos, y lo incorporó con esfuerzo, hasta que logró sentarlo, apoyado en varios almohadones. Entonces Morgado vio, enmarcado en un aura iridiscente, el viejo roble, y a Mateo y su hermano atravesar la reja de fierro forjado, bajar la escalinata de piedra, y salir a su paseo de las cinco. Vio llegar a los parroquianos del café, vio volver a Mateo y su hermano, vio a Betania hacerle señas de adiós antes de perderse en el confín de la calle, cuando se fue. Vio llegar a Roberta bajo el roble, con un hombre calvo y canoso, que acariciaba sus senos, sujetos con un sostén verde para aparentar su orgullo de siempre. Vio como Roberta le escamoteaba la plata del bolsillo del pantalón color café con leche, mientras lo distraía rozando sus pechos, aún sólidos, contra su floja barriga. Vio, rodeada de un aura iridiscente, la pierna muy blanca de la mujer cuando esta apartó el faldón del vestido, y vio su vello púbico iridiscente y largo, que si hubiera caído libre podría llegar hasta sus rodillas, cuando ella ocultó su botín bajo el calzón. Los vio, luego, alejarse hacia la avenida Ciudad de Orense, tras su iridiscencia, mientras el hombre descaradamente metía su mano repleta de pecas naranjas, en el verde sostén, y acariciaba sus pezones oscuros. Morgado miró la hora en el reloj de la pared, y eran las nueve cuarenta y dos.
No mucho después, apareció Don Figueiroa, con un hombre grueso, casi bajo, y sin pescuezo, impecablemente vestido. Su aspecto como de papagayo gordo lo subrayaba su nariz prominente y curva, que escapaba de entre los marcos de baquelita de sus anteojos bifocales, así como su calva, cuyos pocos pelos peinaba con gran cantidad de gomina, hacia atrás, donde hacían una graciosa onda, que recordaba las plumas del cuello del ave. El hombre dejó un maletín sobre la cómoda, y miró con gesto complaciente a Morgado. Don Figueiroa, al ver el gesto de sorpresa de éste, presentó a aquél: "Es el doutor Mura Cavalheiro" dijo.
El doctor Mura Cavalheiro abrió su maletín, y sacó sus instrumentos, y manipulando a Morgado como quien repara un artefacto de metal, le incrustó sus aparatos en pecho y espalda, le amarró los brazos, infló sus perillas de goma, y midió las respuestas.
Con el tiempo, Morgado llegó a recuperar totalmente el uso del lado derecho de su cuerpo, y buena parte del izquierdo, que siempre quedó algo rengoso. También la vista de ese lado mantuvo un aura iridiscente, y unos minúsculos pececillos negros que navegaban inquietos en ella.
La tarde tibia de la primavera firme, había llenado nuevamente el roble del frente de hojas verdes, tapizadas de un néctar transparente y pegajoso, que una infinidad de mosquitos del mismo color chupaban ansiosos. Ese día pudo, al fin, bajar Morgado a la calle, acompañado de Betania. Caminaron lentamente. El insistía en llegar hasta la avenida de Noruega, al puente sobre el Cabril, para reanudar la competencia de piedritas. Betania no se opuso, aún cuando sabía que era imposible. Al llegar a la calle de Don Pedro de Castro, por Ciudad de Orense, Morgado quiso sentarse en la cuneta, sólo para un descansito menor. Después de un rato decidió continuar, pero Betania se opuso, y lo retó a seguir solo.
Después de una discusión larga y tonta volvieron. Morgado llegó jadeando tristemente, a dejarse caer en una silla del café. Cuando estuvo recuperado, Betania le habló con los ojos bajos, y el rostro serio.
Morgado la miró largamente, sin responder. Un aura iridiscente, llena de pececillos negros rodeaba el lado derecho de su rostro, aún bello, pero ajado por el amargo de la espera.
Morgado, con las manos sobre la mesa, se las miró fijamente por el anverso y el reverso, y sin levantar los ojos habló con voz débil.
Morgado golpeó con las manos la mesa, y emitió un sonido gutural de desagrado.
La gente alrededor de la mesa de Morgado, al oír la zalagarda, miró para ver que sucedía, y al verlo a él, por vez primera desde tanto tiempo, comenzaron a vocearlo, y a gritarle parabienes.
Pasaron muchos días. Todo lo demás se quedó, como había sucedido durante treinta y siete años: estático. A las cinco de la tarde, con un cierto cansancio en el paso, y señales de otoño en los pechos, aparecía, al fondo de la calle, donde hacía una curva y se perdía en lontananza, Betania con su vestido de organza, de colores ahora más reposados, aunque el pañuelo de su pelo era siempre de alegres florecitas. Morgado la miraba venir, y se decía que él amaba a esa mujer, a la que había impuesto, por fuerza, la espera de años que ella no merecía. Cada día, mientras se acercaba Betania, Morgado se hacía el propósito de ir a la calle simétrica, a terminar su agónica espera, con ella. Pero cuando ella ya llegaba, sucedía siempre algo, que postergaba la excursión para otro momento, dilatando su conclusión.
En cierta ocasión, ella le dijo que si no iban de una buena vez, ella ya no esperaría más, y amenazó con irse para siempre del lugar. Morgado, haciendo acopio de fuerzas accedió finalmente a ir a la calle paralela, en la que se había perdido su continuidad de vida, deteniendo para siempre su historia. Al pasar bajo el roble Morgado se detuvo un momento, y mirando el follaje de su copa, y el caleidoscopio de sol que se filtraba entre sus ramas, acarició, como si se tratara de un ser querido, su tronco rugoso que él veía limitado por un aura iridiscente al lado izquierdo, navegada por veloces pececitos negros.
El pasaje Guimarães Pinto era escasamente transitado. A lo largo de su breve recorrido, no había puertas de casas que salieran a él, y apenas se divisaban pequeñas ventanas altas, que se asomaban casi con piedad, por no dejarlo desprovisto de la posibilidad de la mirada humana. Todas las casas que lindaban con él tenían sus entradas ya sea por Professor Albano Ayres, o por Doutor Alberto Pinto Lisboa, y gran parte del tramo daba a los huertos traseros, de los que asomaban ramazones de árboles frutales. Morgado despertaba todos los días de amanecida, como si algo lo llamara desde ese lugar, y se asomaba a los ventanales a mirar el estrecho trazado del pasaje, y los reflejos del sol en las ventanas del fondo, que daban la sensación de construir ahí un retablo de fina plata. Cada nuevo día Morgado se obsesionaba con ese túnel trascendente, y pensaba que éste sería el día decisivo: "¡Hoy sí" se decía, "hoy voy a ir a Doutor Albano Ayres, a buscar a Paulo. Luego volveré, finalmente libre, y podré huir de aquí, donde nada excepto el tiempo se mueve, llevándome a Betania. Pero cada nuevo día algún nuevo terror lo invadía inmovilizándolo. Así sucedió durante semanas, hasta una noche que la mujer de la chamarra de mezclilla apareció bajo el farol, frente al roble, masticando su chicle. Como siempre escudriñó la noche, vigiló el aturdido vuelo de las mariposas de color aburrido, vigiló las constelaciones del negro cielo, y de pronto bajó la vista sobre sí misma. Separó los brazos del cuerpo como para apreciarse mejor, y sucedió lo que nadie había apostado jamás en las mesas de tertulia: Estiró de repente la boca, y escupió el chicle, que voló rosado por los aires nocturnos. Al llegar a la altura de su rodilla, como un latigazo, lo pateó con su pie izquierdo. La pelotilla de goma fue a azotarse contra la pared de la vereda del frente, y cayó silencioso al suelo. Entonces se dio la vuelta, y se perdió en la oscuridad del pasaje. Cuando el hombre apareció con el perro rojo, haciendo zumbar su varilla de membrillo, se detuvo en la esquina y hurgó inútilmente la noche, mientras el perro meaba alternativamente la pared, el farol, y la toma de agua de la esquina. El hombre esperó un buen rato, buscó en la oscuridad del pasaje, en los confines de la calle, en la ruta que él mismo traía, hasta que finalmente siguió su curso mirando cada tanto hacia la esquina. Al ver el triunfo de la mujer, Morgado se dijo: "Sin ninguna duda mañana atravieso ese pasaje". Al siguiente día Morgado hizo su rutina de siempre. A cada momento se decía: "¡Ya voy!, en seguida voy. Ordeno las mesas en el café, y entonces voy". Después decía: "¡Bueno!, ya es el momento. Preguntaré a Don Figueiroa, apenas venga, si necesita algo, y me voy de inmediato". Así fue pasando el día, hasta que algo antes de las cinco, se dijo que si esperaba más ya iba a aparecer Mateo y su hermano, Betania, Roberta y sus clientes, y entonces el día habría concluido, y la oportunidad se habría ido nuevamente, deteniéndolo todo otra vez excepto el paso del tiempo. Entonces sin decir nada, atravesó al frente, acarició el roble añoso, recogió la pelotilla de chicle de la mujer de los ojos azules, y se fue caminando lento a encontrar la simetría al otro lado del pasaje.
A pesar del hielo en la columna, a pesar de sentir todos los pelos del cuerpo erizados, a pesar de la angustia que le azotaba el pecho sin cesar, a pesar que el pasaje a mitad de camino perdió la perspectiva, a pesar que se llenó de peces negros microscópicos que navegaban a velocidad de furia, a pesar de la silueta de color intensamente verde que caminaba sin avanzar, Morgado continuó su marcha, sin mirar atrás. En algún momento se vio a sí mismo como una figura verde intenso, y sintió que su caminar apenas digería alguna distancia. Creyó que había comenzado a fundirse con la figura verde que caminaba sin avanzar detrás de los pececitos negros, y de repente, como si estuviera volviendo, en la esquina vio el roble añoso, y por la escalera de piedra vio bajar a Mateo y su hermano, que lo saludaron alegres al atravesar la reja de fierro forjado: "¡¿Cómo va Don Morgado?!".
En el café al frente, en la mesa que él mismo solía ocupar, una familia tomaba el té, en medio de una batahola producida por las bromas del hombre, y los gritos de los niños. La mujer, con un alegre vestido de organza de colores vivos, llevaba un pañuelo de florecitas que sujetaba su pelo, protegiendo sus ondas del viento de la tarde. Por lo demás todo era igual que siempre. Miró su reloj, y vio que eran las cinco y veintisiete minutos.
Morgado se acercó al café, y a la familia que ocupaba su mesa. Cuando al fin pudo distinguirlos, vio a Betania, aún cuando sus ojos se veían más jóvenes, sus labios más tersos, y sus pechos aún tenían primavera.
Ella lo miró sin sorpresa, sonriendo, pero sin calidez. El hombre que estaba con ella se volvió, y al verlo se incorporó lleno de alegría, y abriendo los brazos lo acogió.
Morgado los miró, con el rostro alegre, y el pecho inundado de tristeza. Paseó su mirada más allá, y vio a la mujer de chamarra de mezclilla, con los ojos azules, enormes y alegres, paseando junto a un perro rojo. Recordó que tenía la pelotilla de chicle en la mano, y lanzándola al aire la pateó con fuerza, de manera que fue a caer cerca del roble añoso de la esquina. |
Kepa Uriberri |