El sol de noviembre caía con intensidad en las ventanas de César, tanto que éste despertó veinte minutos antes de sonar la alarma. Su primer impulso fue taparse del sol, y dormirse de nuevo, así lo hizo pero luego desistió, y con una contorsión violenta saltó de la cama, y se dijo a sí mismo:
— Estoy más nervioso que la cresta — , y partió a la cocina a hacerse el desayuno.
Una polera sin mangas, un pantalón bermudas, y unas sandalias de goma le bastaron para vestirse. La infaltable mochila se cargó con el carnet escolar, dos lápices de palo, uno de pasta mordido por detrás, un pedazo de goma de borrar, una billetera de género, una calculadora, y la tarjeta de inscripción.
— ¡Tamos listos! — se comentó, y salió de su casa, iniciando de este modo, lleno de optimismo, una nueva vida, que a la larga sería muy distinta a la de sus sueños.
Cuarenta minutos después se sentó en la sala, donde recibió la prueba, que lo convirtió en una de las treinta y cinco experiencias iguales de una de las sesenta salas idénticas del lugar donde se comenzaba a cocinar una de las trescientas mil y tantas ilusiones similares de ese año académico nacional, repartidas en una infinidad de locales en todo el país. Con una vuelta contestando, despachó, según se había entrenado intensamente, las preguntas que le resultaron obvias, o fáciles, en la segunda, con un cierto esfuerzo, completó casi toda la prueba, y finalmente, con tranquilidad, decidió que contestaba con cierto riesgo, o que dejaba en blanco. Con todo, veinte minutos antes del tiempo máximo, entregó la prueba y salió, satisfecho, de la sala.
En el patio se encontró al Muñeca Galaz, que sacaba cuentas en un papel.
— Que calculái, hueón, si está todo malo — le dijo.
— ¡Hola hueón! — . respondió el otro — . ¿Cómo te fue?.
— ¡Puntaje nacional!.
— ¡Sale pallá!. Oye — , continuó, cerrando el tema — , el Chancho Bartten estaba en mi sala, vamos a esperarlo.
Ambos se fueron a esperarlo. Adentro de su sala el Chancho lidiaba contra la prueba con dificultades: tan pronto marcaba una respuesta como se arrepentía, borraba y marcaba otra. El Muñeca se asomó a la ventana, y comenzó a hacer morisquetas hacia donde él estaba. Los ojos claros y grandes, y la boca de labios gruesos, le daban un aspecto divertido a las caras que exhibía en la ventana, de manera que cuando el Chancho lo vio, se rió y con un gesto extraño respondió, antes de concentrarse nuevamente en la prueba. El cuidador, al observar el diálogo, le pareció sospechoso, y por si acaso, le retiró la prueba. El Chancho protestó primero, suplicó después, y finalmente se dio media vuelta y, dijo mientras salía de la sala:
— Igual no sabía más. ¡Maricón conchetumadre!. ¡Putas que me cagó el Muñeca!.
Afuera le dio un empujón, con un gesto de desagrado, y le dijo:
— ¡Hueón hueón, me cagaste el puntaje!.
— ¡Ah, seguro!. Comprometí el futuro del hombre chancho, ahora no se va a poder mandar a hacer el uniforme.
— ¡Ya hueón!. ¡Atrás sin golpe! — dijo César, apaciguando — , mejor vámonos de chopin.
Entre expresiones de diversión, aprobaron los otros dos. Unas pocas cuadras más allá encontraron un local de comidas rápidas, las mochilas cayeron una tras otra en un asiento del rincón de la mesa seleccionada. En el autoservicio pidieron cervezas, también hamburguesas, u otros. El Chancho se metió media hamburguesa a la boca, y dijo:
— ¡Bueno!, ¿y entramos a la universidad, o no?.
— Será lo que Dios quiera — opinó el Muñeca.
— Dios no quiere nada, está en otra cosa — intervino César.
— ¿En qué está? — preguntó el Muñeca.
— No tengo idea, pero no está preocupado de que entres a la universidad. Estará creando conceptos nuevos, ensanchando el universo, no sé — , respondió César.
— ¡Chutas!, que estái filósofo — dijo el Chancho.
— A ver, espera un poco — interrumpió el Muñeca — , o sea según tú, ¿Dios no nos da pelota?.
— No. No es según yo. Es así no más. Dios te puso a hacer tu pega, y tú la haces. ¿Pa que se va a preocupar?.
— Aguanta un poco, ¿y si la cagái?.
— Es que no la puedes cagar — insistió César, estirando el queso de una empanada caliente — , tú haces lo que Él escribió, y punto.
— ¡Chuuuuchas! — exclamó riéndose el Chancho — y el libre albedrío: ¿Qué?.
— Ese es un sueño de las personas — dijo César, tomando el vaso de cerveza.
— ¿O sea que yo no hago lo que yo quiero?. ¡Estái loco!.
— ¡No pues!, no estoy loco. Mira — dijo César, representando una pelota con las manos — , Dios se supone que sea perfecto. Si le quitas un pedazo, que sería tu libre albedrío — , y sacó con el gesto, un pedazo de la pelota — , le faltaría ese pedazo para ser perfecto, y ya no sería Dios.
— ¡Ya! — interrumpió el Muñeca — pero si Dios es totalmente perfecto, entonces le falta lo imperfecto, y te cagué, porque entonces Dios al no ser imperfecto, le falta la imperfección, luego es imperfecto, y si es imperfecto ya no es Dios.
— ¡Bueno tu sofisma!, pero es más complicada la cosa — dijo César — . Dios es todo, más allá de la situación misma. Como te explico: es inconmensurable. No le puedes medir la perfección, o la bondad, o la maldad, o el poder. Dios es el concepto de perfección: Es inmensamente perfecto, e inmensamente imperfecto, es inmensamente bueno, e inmensamente malo, porque Él es el concepto de lo bueno y lo malo, lo perfecto, o lo que sea.
— ¡Estái huevón de la cabeza! — gritó el Chancho — . Como va a ser inmensamente malo, eso es una locura. Tú erís inmensamente loco, no más.
— Dios también es inmensamente loco — se rió César. Luego se paró, y fue a comprar más empanaditas de queso.
César obtuvo excelentes puntajes en las pruebas selectivas para ingresar a la universidad, y consiguió ser aceptado entre los primeros lugares en ingeniería comercial, la carrera más deseada de los postulantes de ese año, en la universidad más exigente. Sin embargo, la universidad no fue lo que él esperaba. Las matemáticas eran otras que las de colegio, las clases no tenían treinta alumnos conocidos del profesor, sino ciento veinte, o ciento cincuenta, y el profesor dictaba su cátedra sin interesarse en nadie. Cuando César no entendía, la clase se arrancaba como ferrocarril perdido, sin esperar su comprensión. Las ayudantías las hacía otro profesor, distinto del de cátedra, y resolvía ejercicios, sin enseñar nada. No servía de repaso, sino que era complementario. Y finalmente las pruebas no parecían condecirse ni con la cátedra, ni con la ayudantía. En resumen, la universidad, además de no dar tregua, parecía incomprensible, y si el colegio nunca pareció tener alguna utilidad práctica, salvo el desafío de las buenas notas; la universidad, aparte de extremar la dificultad, parecía no apuntar a ningún lado en términos del futuro laboral.
Si las clases fueron incomprensibles, las notas fueron un sufrimiento. En julio, César no había logrado aún tener ninguna nota azul. Muchas rondaban el tres, y una respetable cantidad no llegaba siquiera al dos. El catorce de agosto, por primera vez, César se sacó un cuatro coma dos en un control de cálculo diferencial, y fue tal su alegría, que se dio feriado el fin de semana; sin estudiar, y se permitió salir con sus antiguas amigas y amigos. Se pasó la noche del viernes al sábado en banda, primero conversando en un bar, hasta las cinco de la madrugada, y después en la casa de una amiga, tirados en el suelo, al lado de la chimenea, hasta las ocho y veinte de la mañana. A esa hora, los que aún resistían despiertos, partieron a Maitencillo a la casa del Chancho Bartten.
Mientras hacían sobremesa, después de almuerzo, en la terraza de la casa, que daba al mar, el Chancho, con los ojos semicerrados, y los pies cruzados, apoyados sobre la baranda de la terraza, le dijo a César:
— Éste sí que es el buen Dios, puh filósofo.
— ¿Y el de los pescadores de Chiloé con marea roja?. ¿Quién es? — dijo César.
— Esa es la mala raja, no más — dijo otro.
— Bueno, y ¿quién la puso ahí?.
— ¡Azar! — opinó alguien.
— ¿Y quien es el bacán que inventó el azar? — dijo César, y lanzó una argollita de humo al aire.
— ¡Nadie!, por eso es al lote.
— O sea, tú creís que hay cosas que no las hace nadie. ¿Serán parte del gran bang?.
— ¡Eso!.
— Cuando lo hayái pensao un poco, seguimos conversando — dijo César, y apagó el pucho mientras cerraba los ojos para iniciar una siesta.
Para principios de diciembre, la suerte ya estaba echada: De las cinco asignaturas, dos no tenía, César, derecho a examen, y en las otras tres requería notas que bordeaban el seis, haciendo dificilísima su aprobación. En definitiva, al término del año, los resultados le permitieron, apenas, salvar la permanencia en la universidad.
Kepa Uriberri
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