El fracaso de la Revolución del cincuenta y seis


¡Ah! Sí. La revolución del cincuenta y seis. Recuerdo muy bien la revolución del cincuenta y seis y los motivos que la impulsaron. Los conjurados, todos hombres generosos, todos intelectuales preparados, no sólo en los temas de alta política, sino en el combate y la resistencia ante cualquier circunstancia adversa, habían, de manera subrepticia y eficaz, promovido la revolución entre los descontentos. Es que había, por esa época, tanto malestar y una sensación de opresión y falta de expectativas, que sólo necesitábamos un caudillo carismático que aglutinara esa decepción en torno a cualquier idea más o menos viable, a cualquier anhelo alcanzable. Fue entonces que los seis conjurados aprovecharon los clamores ensordecidos para arrastrar a la gente tras un sueño absurdo y engañoso.

Todo comenzaría en la madrugada del dos de julio, a lo largo y ancho del territorio, en forma ordenada y organizada, y sin retroceso. Se proclamaría el comienzo del año uno de la revolución, y cada año estaría, en más, compuesto de trece meses, cada uno de veintiocho días, además, habría un día siempre feriado, para celebrar la revolución, que no pertenecería a mes alguno, el que se llamaría Día del Festejo. De esta manera en el mismo tiempo, la población percibiría trece remuneraciones en vez de doce, tendría más plazos para pagar sus endeudamientos y a la vez se haría merecedora a un día y un cuarto más de vacaciones anuales correspondiente el nuevo mes que se instituía desde ya. El año comenzaría el día del festejo, correspondiente al antiguo dos de julio, día central del viejo calendario, paradigma, éste, del desorden social, donde los meses tan pronto tenían treinta como treinta y un días, organizados de modo arbitrario, y entre este desorden, justo en el verano del hemisferio austral, al que pertenecía la nación, cuando la mayor parte de la población tenía derecho a descanso, se insertaba un mes de veintiocho días, más breve que los demás. Todos los países más pobres estaban sujetos a este oprobio, ya intolerable. Con este nuevo comienzo de año se daría vueltas todo el concepto de explotación del desposeído y se instauraría un calendario igualitario y equitativo. El primer mes del año, en honor a la revolución, se llamaría Revolucionero y como forma de facilitar la nueva utopía y su instauración, todos los demás meses llevarían el mismo nombre de antes, con lo que cada año de la revolución terminaría el veintiocho de julio, equivalente al primero de julio convencional.

Recuerdo que en la madrugada del dos de julio del cincuenta y seis salieron los partidarios de la revolución, de diversos lugares que cubrían los cuatro puntos cardinales, de las principales ciudades del país portando grandes pancartas con el nuevo Calendario Revolucionariano. Se tomó, en paz y con serenidad, las principales avenidas, los edificios públicos, los caminos y los terminales de locomoción, paralizando de este modo al país. A quienes quisieran oponerse a la revolución sólo se les abrazaba y se le deseaba un "Feliz año nuevo revolucionario", con lo que la mayoría pedía explicaciones, y vistas las ventajas de la nueva utopía, se convertían de inmediato, casi todos, en nuevos partidarios de la revolución. Ya antes de salir a las calles, muchos de nosotros sentíamos la alegría del triunfo de una revolución que no podía dejar de interpretarnos a todos, de manera que al escuchar las noticias en las radios (aún no teníamos televisión, que sólo llegó años después, gracias al fútbol) todos cantábamos espontáneamente el himno que tan secretamente murmurábamos en las reuniones clandestinas, como santo y seña para reconocernos. Era tal el optimismo, que en todas las calles, de todo el país se oía, al unísono el "Arriba con un sueño nuevo" y todos sentíamos vibrar en el pecho el corazón de una nueva ilusión. ¡Qué día aquel en que todos nos tomamos este país que nos pertenece!.

El presidente, Erre E. Reboyedo se negó a parlamentar con los caudillos de la revolución. Alegando la voluntad de la mayoría; aun cuando todos sabíamos que la fragmentación del ideario político y la habilidad de la oligarquía para dividir, no sólo a sus enemigos, sino para, incluso, autodividirse en múltiples facciones, le había permitido al Partido de la Restauración Republicana el más recalcitrante y radical de todos los radicales recalcitrantes de entre los veintisiete partidos del espectro político, con el apoyo del P.A.R., elegir con un doce por ciento escaso de los votos, al presidente de la asociación gremial de la industria y la agricultura como presidente de unidad de la república, y reelegirlo ya por cuarto período consecutivo, sin necesidad de fraude alguno, sólo amparado en la debilidad de la constitución; el presidente sacó a las fuerzas armadas a la calle y retiró a las de orden y seguridad.

El comandante en jefe de todas las fuerzas armadas, en tiempo de emergencia nacional no era partidario de los revolucionarios, lo mismo que la oficialidad, pues consideraban que un calendario de trece meses podría hacer aún más largo cualquier conflicto bélico, ya fuera una guerra contra algún país fronterizo, o contra el enemigo interno, nunca despreciable. De esta manera, sin piedad alguna, sino con brutal decisión, maniobró en forma tal que logró desalojar las alamedas y empujar y acorralar a los revolucionarios hacia el cerro, donde se encuentra el Parque de la Patria. Entonces se presento donde su excelencia don Erre E. Reboyedo, que almorzaba con los dirigentes del gremio de la industria y el agro, en el Club de la Alianza, donde se bebía la tercera ronda de whiskey, y se fumaba habanos Partagás o Cohiba.

Las noticias que traía el comandante se recibieron con un murmullo de desaprobación: "No podemos permitir que continúe este movimiento absurdo" decían unos, otros calculaban que el costo, para la economía, cuando menos, sería de un diez a un quince por ciento mayor, de manera persistente, si esta revolución llegaba a triunfar. "Mucho más barato es reprimirlos ahora y dar alguna reforma en compensación" opinaba algún dirigente. Otros creyeron ver cierta debilidad en alguna cavilación del presidente. Éste sintió, por ello, herido su orgullo y reaccionó de inmediato: "Haga lo que sea necesario" dijo con la misma voz de gola que en sus discursos, desde los balcones del palacio de gobierno prometía: "¡Habrá vivienda para todo mi querido populacho!". "¿Y qué sería necesario?, su excelencia", preguntó el militar con alguna sorna. "Hay que ser ejemplarizador" dijo el secretario general del partido que a la vez lo era de la asociación y director del Club de la Alianza. "¡Cierto!" dijo otro, mientras Erre E. Reboyedo sentía que se ofuscaba, como muchas veces le ocurría en las contrariedades. "Mucho peor sería echarse encima a toda la industria, sin considerar la reacción del comercio establecido" opinó otro expeliendo una bocanada aromática y espesa. "¡Síííííí!" dijo con voz ronca Stirwing, ya convencido, con su whiskey repleto hasta el tope de hielo cristalino, sentado en su silla recta, debido a los dolores persistentes de espalda, causados por la gordura extrema. Reboyedo pensó que él era quien mandaba y superado por la ofuscación dijo: "¡Mátenlos a todos!".

Si el comandante de las fuerzas hubiera sido más eficiente y hubiera acorralado a los conjurados del dos de julio antes del almuerzo, tal vez hoy los meses serían de veintiocho días y no llevaríamos cincuenta y dos años de gobiernos democráticos de Erre E. Reboyedo. En aquel tiempo éramos tan idealistas y cualquier cosa se convertía en un sueño posible.

Kepa
25/02/2008

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